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Móviles

JOSÉ LUIS MERINO Las múltiples formas de utilización de los teléfonos móviles han creado en la sociedad una cultura particular. A todas horas y en cualquier lugar se hacen visiblemente ostentosos esos modos y empiezan a ser tan obsesivos como los tatuajes en verano. Existe un principio aceptado por todos en el que la telefonía móvil aparece como un hito de gran interés, por los muchos servicios que ofrece a la ciudadanía. Entre los incontables beneficios que comporta, ya sólo porque en determinados momentos es posible la salvaguarda de vidas humanas, eso bastaría para que la telefonía móvil fuera considerada como un bien común de la humanidad. Son los modos de utilizar ese bien común lo que induce a la reflexión. Vayamos al origen de nuestra relación con ese fenómeno comunicativo a distancia. Desde hace muchísimos años el teléfono vive con nosotros. Nos hemos comunicado con los demás a su través. Pero eran comunicaciones desde la intimidad de nuestras domicilios u oficinas, talleres y similares. Con la telefonía móvil, esas comunicaciones han perdido privaticidad. Nos relacionamos por teléfono a la vista de todos. A todas horas, en cualquier lugar... Es en ese cambio de lo privado a lo público donde se perfila el dibujo caracteriológico de cada usuario. Ahí surgen las más disparatadas formas de comportamiento con un móvil. El ser humano se muestra de muy diferentes maneras. Para algunos hablar por teléfono es un modo de estar hablando con alguien, mientras su intención es estar en otra parte. Por eso hablan y andan sin pararse. Otros van conduciendo sus automóviles, en tanto se comunican por teléfono. Para unos y otros, hablar por teléfono les produce una suerte de compulsividad imparable... Hay quienes hablan a grito pelado, como si quisieran demostrarnos que ese día habían desayunado jaguar a la plancha. Algunas mujeres aprovechan para ver escaparates. Abundan los yuppies, armados con sus teléfonos negros, dispuestos a alzarse sobre la vulgaridad de la corriente ciudadana. El teléfono parece que ha sido creado casi para ellos y sus negocios... y para nadie más. En la mayoría de los casos es seguro que las conversaciones obedecen a planteamientos razonables y normales. Sin embargo, en muchas ocasiones no pasan de ser la mera exaltación de la cháchara, cuando no la glorificación inane del cotorreo. De otro lado, en algún caso concreto se ha dado la paradoja de que en una comida privada, en la que dos amigos departen un grato encuentro, uno de los dos, o los dos, está tan pendiente del otro como de las llamadas del móvil. ¿Es posible mayor desatino que no estar del todo donde se debe estar? Pero no sólo cuando los aparatos están en funcionamiento producen esa gama exhibitoria. También en la forma de portarlo los registros son variados. Basten como ejemplo dos descripciones de porteamiento. Una, en la mano, bien visible, como si en ese aparato estuviera el mundo atrapado por esos dedos de férreo dominio. Dos: portado en la cintura, a la vista, a modo de imaginarios pistoleros del palique... Por lo dicho, se deduce que un bien común sirve al tiempo para que los hombres muestren algunas de sus facetas menos recomendables. En el fondo, el compulsivo exhibicionismo pretende hacer palpable la superioridad de quien tiene móvil sobre quienes no lo poseen. Con esta estúpida y equivocada creencia no consiguen otra cosa que poner de manifiesto la presunción de que esas personas, antes de la llegada de los móviles, no eran sino una rutilante legión de frustrados. Y todavía más. Con esa dependencia infecciosa, consiguen que no exista para ellos el tiempo en que no telefonean. Podía sospecharse que el no hablar por teléfono les parece un tiempo inservible, y que por ello dejan de vivir una parte de sus existencias. A esto se añade la incertidumbre que les embarga cuando, por razones que no pueden controlar, se ven obligados a apagar sus móviles. Les parece que les pueden estar llamando desde los más insospechados lugares las no menos insospechadas personas. Como se ve, una acumulación de despropósitos, hasta tal punto de que más de uno, si pudiera, hablaría por teléfono con su perro. Pero no para saber cómo se encuentra el animalito, sino por el parloteo sin ton ni son. Como contraposición a tanta movilmanía, parece necesario valorar como es debido el silencio. El silencio con su capacidad para ordenar adecuadamente nuestras mentes. El silencio que los pensamientos aclara. El elocuente silencio, en suma, que jamás quebrarán los siglos.

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