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Con arena en los bolsillos

Cuando acaba la última canción tuareg, bajo las estrellas limpias de la noche, los espectadores despiertan de un sueño. No han asistido a un concierto, sería absurdo llamarlo así pues los bereberes que están sobre el escenario no son músicos, ni a un espectáculo de danzas rituales, puesto que tampoco son bailarines. Con todo, el público aplaude fervoroso y sonriente agradecido por lo que acaban de ver y contagiado del ambiente mágico del momento. El grupo de pastores tuaregs -que entre el 4 de junio y el 31 de julio ha realizado una gira por Cataluña subvencionada por la Diputación de Barcelona, la Caixa de Manresa y los ayuntamientos de las ciudades en las que ha "actuado"- está formado por una niña, dos adolescentes y siete adultos, hombres y mujeres. Sobre el escenario han mostrado el motivo por el que incluso sus vecinos rivales les llaman "señores del desierto". Los hombres llevan unas anchas túnicas blancas hasta los pies y un turbante azul añil, el che che, que les cubre la cabeza y el rostro. Las mujeres llevan el rostro descubierto a pesar de su islamismo secular y unas túnicas azul celeste y azul añil superpuestas, con un pañuelo sujeto a la cabeza con collares de plata. Pertenecen a la tribu de los Kel-Deguimini y viven en la región de Tombuctú, en una superficie tan grande como la península ibérica. El fotógrafo de Ripollet Miquel Petit y su mujer, Montse Castellví, que trabaja como maestra, adictos al magnetismo del noroeste africano, fundaron hace dos años la Associación Cultural Africana. En su afán por difundir la cultura y la problemática de los países del continente negro, decidieron convencer a un grupo de nómadas tuaregs para venir a Catalunya a cantar y bailar sus danzas. "He realizado más de 50 viajes a Mali con la cámara al hombro", explica Petit. "Conozco a Ibrahim, el mayor del grupo desde 1992. Gracias a él conseguimos finalmente nuestro propósito de traer a España a un grupo de tuaregs". El argumento que utilizaron Petit y su mujer fue el dinero. Una cantidad que no quieren desvelar pero que equivale a dos años de trabajo para un tuareg será el premio a tanta esquizofrenia. Una parte del dinero se adelantó a las familias de los que decidieron abandonar por unos meses la arena del desierto y emprender un viaje hacia lo desconocido. Si hay algún pueblo africano que esté acostumbrado a viajar, éste es el pueblo tuareg. Los integrantes de esta etnia, aproximadamente un millón en Mali, 200.000 en Nigeria y 2.500 en Algeria, se desplazan constantemente con sus camellos, sus tiendas y sus rebaños de cabras, en busca de pastos, agua y leña. Se han adaptado desde hace siglos a uno de los hábitats más duros del planeta, el desierto del Sahara y sobreviven a pesar de la presión de los estados y de la sequía que les lleva poco a poco hacia el sedentarismo. El poder de una familia tuareg se mide en función del número de camellos que posee. Tahalafa, un hombre de unos 35 años, tiene sólo 2 camellos, un rebaño de 40 cabras y 30 ovejas. Explica en francés, mientras se cubre con pudor la barbilla y la nariz con el pañuelo, que en el desierto ha dejado a su única mujer -pueden tener hasta cuatro- y a sus cuatro hijos. Nada preocupante ya que la mujer tuareg es la que tiene el rol principal en la familia: escoge ella a su marido, decide cuándo debe trasladarse el campamento, guarda el dinero, educa a los hijos y recoge la leña. Los hombres se perfuman y se pintan los ojos para agradar a las mujeres, conducen los camellos y sacan a pulso el agua de los pozos, que puede estar a cien metros de profundidad. El caso contario es el de Makata, una bellísima mujer joven que está embarazada de tres meses y que ha dejado a su marido y a su pequeño hijo en el campamento. Con el dinero que recibirá de la asociación que les ha traído hasta aquí, podrá salir de la pobreza y comprar un buen número de camellos. No quiere hablar de la rebelión que enfrentó durante siete años a los tuaregs y al gobierno de Mali y que terminó en 1995, puesto que casi todos perdieron a algún familiar en el conflicto. Con los demás, Ousman y su cuñada Fatimeta, los jóvenes hermanos Muhamad y Adeia, Agmamut y Fatima, su marido Ibrahim y la pequeña Leila, de ocho años, han vivido dos meses en una casa en Ripollet. Se habituaron a todo, menos al ruido. Ahora inician el viaje de regreso hacia el silencio del desierto.

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