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La reconquista peatonal

PEDRO UGARTE Las capitales de la comunidad autónoma están experimentando a lo largo de los últimos años una saludable ampliación de gran parte sus zonas peatonales. Incluso Bilbao (que ha hecho una penosa costumbre de llegar tarde a casi todo) ha emprendido con vigor la recuperación de nuevos espacios para sus vecinos, esos espacios que le habían sido expropiados, año tras año, obra tras obra, a cuenta de la obstinación de todo el mundo por moverse en automóvil. Las nuevas incursiones ciudadanas por Bilbao se están haciendo, también en este aspecto, cada vez más agradables. De pronto, aparecen unos cuantos operarios desentrañando el subsuelo de una calle y pocas semanas después los cochecitos de niño han ganado un nuevo espacio para sus evoluciones, antaño tan comprometidas. Se trata de una conquista mínima, ejecutada pieza a pieza, centímetro a centímetro, pero que va modificando la hechura de una ciudad. El bilbaíno, en concreto, experimentaba hasta ahora su ciudad con cierto rencor, con mal disimulado incomodo. Ese amigo próspero que uno siempre tiene no dudaba en mudarse a un municipio residencial, provisto de amplias zonas ajardinadas y avenidas bucólicas, pero pretendía seguir acudiendo al trabajo, al cine o a las tiendas del centro montado en su lujosa berlina tres volúmenes, e incluso protestando porque no encontraba suficiente espacio para aparcar. Los habitantes de las grandes ciudades (y éste es un proceso habitual y que en cierto modo se ha experimentado en todos los países desarrollados) habían tenido que vivir con humildad y resignación la invasión circulatoria. Y lo grave es que esa invasión la provocaban precisamente los no residentes, los habitantes de otros municipios, aquellos que, además, pagaban en general impuestos locales más livianos, por no se sabe qué extrañas razones de política fiscal. Ahora estamos asistiendo a un reequilibrio, pero también (¿por qué no decirlo?) a una especie de venganza. Vivir en la gran ciudad, como vivir en un municipio de otro carácter, puede y debe tener, por distintos motivos, ciertas servidumbres sociales o personales. Pero lo que no parecía de recibo era que toda una provincia, o territorio histórico, participara de su capital como de un mero aparcamiento. Ahora, cada vez que mi Ayuntamiento amplía una acera, dispone más contenedores, planta unos arbolitos o proscribe el tráfico en cualquier calle o manzana, experimento una alegría indescriptible, pero también el sentimiento de una malsana victoria. Bilbao cuenta con un excelente metro, un metro que además se ha adelantado en la margen económicamente más desahogada de la villa, y está bien extender la europeísima opinión de que uno, socialmente, no es de mejor condición por acudir en coche al trabajo, y que puede hacerlo en transporte público, sin que eso aminore en un ápice su inmarcesible categoría personal. Hay una raza especial de habitantes de grandes urbes, gente que se resiste a la esquizofrenia contemporánea de dividir su vida (la laboral y la privada) en dos incomunicables compartimentos estancos, que se impone el desafío de acudir a pie al trabajo o de comer en casa al mediodía, que concierta su vida cotidiana en las reducidas dimensiones de una polis griega y que se niega a malgastar una o dos horas de su existencia, diariamente, en traslados laborales, gente que incluso acepta el bullicio urbano o que, todavía más, le alegra el alma. Esas personas tan raras, tan extrañas no merecen mejor trato que todas las demás, pero desde luego tampoco el castigo o la penitencia de que, para moverse en su propia ciudad, tengan que ir de canto, aprovechando los mínimos resquicios que deja para ellos un incontable ejército de parachoques.

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