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La verdadera revolución del siglo XX

Ir marcando tramos al devenir histórico es la forma de hacerlo inteligible. La manera más simple de periodización, aquella con la que se comenzó a estructurar el pasado, consiste en emplazar los acontecimientos en un año, luego en un siglo determinado. Y aunque hoy seamos conscientes de que las épocas que dan sentido a la historia vienen enmarcadas por eventos que rompen estos hitos cronológicos -así, la última que hemos fijado empieza en 1914 con la Gran Guerra y termina en 1989 con la caída del muro de Berlín-, cuando finaliza el año, y aún con mayor brío, al acabar el siglo, no podemos evitar hacer un recuento de lo más significativo que haya ocurrido en este trecho. Caracterizar en sus rasgos generales al siglo a punto de terminar es una tarea en la que estamos empeñados desde hace algún tiempo.El siglo XX ha sido uno en el que la revolución industrial que comenzó en la pasada centuria ha inducido mudanzas de tal envergadura que es preciso retrotraerse al neolítico para encontrarlas de alcance semejante. La última fase, centrada en la revolución informática y en la ingeniería genética, lleva en su entraña aún mayores cambios sociales. Pues bien, en este amplio espectro de transformaciones que van desde el nuevo sentido del trabajo -bien cada vez más escaso, al menos como trabajo productivo dependiente-, el debilitamiento de la institución familiar, hasta la unificación del planeta en un solo mercado mundial, la verdadera revolución social de este siglo consiste en el desmoronamiento del dominio que desde tiempo inmemorial el varón ha ejercido sobre la mujer.

El siglo XX se propuso ser revolucionario y lo ha sido en verdad, pero en otros ámbitos y de manera muy distinta de la prevista. La revolución social con que soñaron los socialistas, libertarios o autoritarios del siglo pasado culminaba en una sociedad sin clases y sin Estado, en la que cada cual recibiría según sus necesidades. Conocidos son los altísimos costes del empeño de construir el comunismo. Desaparecido, al menos por ahora, incluso como ideal utópico, crece la distancia entre países ricos y pobres, a la vez que en el interior de los Estados aumentan las desigualdades. La revolución que ha triunfado, en cambio, es la que afecta directamente a la relación entre los sexos, en trance de acabar con una dominación patriarcal milenaria y que en el mejor de los casos se consideraba un subproducto de la revolución social por antonomasia, que era la que enfrentaba al proletariado con los dueños del capital. La mujer se libera de la opresión masculina en todas las capas sociales, no sólo en las más altas, donde siempre fue menor, sin que la equiparación de hombres y mujeres en derechos y en posición social cuestione lo más mínimo la estructura jerárquica de la sociedad.

Por muy valiosa que haya sido la lucha feminista por la liberación de la mujer desde sus inicios en la Revolución Francesa, por brillantes que hayan sido algunos momentos estelares a finales del siglo pasado, después de la Primera Guerra Mundial, o en los setenta, es preciso reconocer que la emancipación de la mujer -un proceso ya irreversible- no proviene de una movilización general de las oprimidas; al contrario, el feminismo ha sido siempre sorprendentemente minoritario y, en cuanto tal, dividido en mil fracciones. La emancipación de la mujer proviene de los cambios sociales que en sus diferentes fases ha ido imponiendo la revolución industrial. Tampoco el mensaje cristiano del amor al prójimo acabó en 18 siglos con la esclavitud; fue la máquina la que en un plazo brevísimo le dio la estocada definitiva.

Cuatro etapas conviene distinguir en la emancipación de la mujer. La primera la inicia Ignaz Sammelweis al introducir la profilaxis antiséptica en 1848, aunque tardase más de 30 años en generalizarse, que acabó con las fiebres puerperales, causa principal de la alta mortalidad femenina. En un siglo, la mujer ha pasado de tener un horizonte de vida mucho más corto que el del varón, como lo tenía el esclavo en relación con el amo, a superarlo en una media de 10 años. Además de los avances médicos, son otros muchos los factores sociales que han contribuido a prolongar la vida en el mundo desarrollado, pero es un hecho que en las sociedades más pobres la vida de la mujer sigue siendo más corta que la del varón, mientras que en las sociedades altamente desarrolladas se ha producido un vuelco sustancial. Si, como ha ocurrido durante miles de años y sigue hoy sucediendo en las sociedades menos evolucionadas, una vida larga es prueba palmaria de una posición social privilegiada, el que en las sociedades más avanzadas la mujer viva más que el hombre puede muy bien interpretarse como signo claro de su nueva posición social.

La segunda etapa se inicia a raíz de la Primera Guerra Mundial. La mujer ocupa el puesto de trabajo que el hombre, reclutado por los ejércitos, tiene que abandonar. Una vez integrada en el proceso productivo, por grandes que hayan sido los esfuerzos, que lo han sido, ya no hay modo de encerrarla de nuevo en la familia. La integración laboral de la mujer es el supuesto básico de su emancipación. El que la mujer pueda desempeñar todas las profesiones y ocupar todos los puestos de trabajo, hasta los que parecían más exclusivamente masculinos, como el oficio de las armas, se debe a que la industrialización ha eliminado la fuerza física como un factor a tener en cuenta. La inferioridad real de la mujer provenía de no disponer de la fuerza suficiente para blandir la espada o hundir el arado. Pero, al no existir ya actividad humana, con la excepción de la deportiva, en la que cuente la fuerza física, la postergación de la mujer se ha quedado sin soporte real. Cierto que abundan los restos discriminatorios, pero, al dejar de ser funcionales, poco a poco irán desapareciendo. El índice de integración laboral de la mujer es así el que mejor mide su grado de emancipación. A este respecto, conviene recordar que España sigue estando lejos de la media comunitaria.

La tercera etapa se inicia en los sesenta, con la expansión de la píldora anticonceptiva, que el químico Carl Djerassi había logrado sintetizar el 15 de octubre de 1951. Junto con su menor fuerza física, había constituido el embarazo, siempre imprevisible, fuente de todas sus limitaciones: sin el amparo del varón no podía sacar los hijos adelante. De ahí que aceptara sumisa las formas de dependencia que éste le impusiera. Con una vida laboral propia, el que pueda ahora controlar cuándo y de quién quiere quedar embarazada, ha ampliado enormente su libertad, permitiendo que organice su vida de manera autónoma. Además, el que la mujer pueda controlar sus embarazos pone

freno a los temores malthusianos de una irremediable catástrofe demográfica.Una cuarta etapa, todavía en ciernes, señala ya un futuro próximo en el que el poder del varón sobre la mujer, al menos en lo que atañe a la reproducción, llega a su punto final. El 25 de julio de 1978 nace una niña empleando la técnica de fecundación in vitro que habían desarrollado Patrick Steptoe y Robert Edward. En 1992, un grupo de investigadores de la Universidad de Bruselas consigue la fecundación in vitro con un solo espermatozoide (Icsi). Una eyaculación expulsa 100 millones para que uno tenga la posibilidad de fecundar el óvulo, ¡qué despilfarro el de la naturaleza! Ahora basta con uno. Además de poder combatir con éxito la esterilidad masculina, lo importante son las consecuencias sociales de dos posibilidades inherentes a esta técnica: la primera permite seleccionar el espermatozoide fecundante, según criterios médicos o de otra índole, acorde con los datos que va aportando un mejor conocimiento del genoma. En segundo lugar, al poder conservar congelados espermatozoo y óvulo, y teniendo en cuenta que el útero envejece más lentamente que el óvulo, la mujer mantiene su capacidad reproductora mucho más tiempo. El embarazo inoportuno deja de influir sobre la carrera profesional y, una vez en la cúspide, puede decidir ser madre. Y como la duración de la vida se ha duplicado en este siglo, una madre de 40 años tiene el mismo tiempo para educar a su hijo que en 1900 una de 20. Y no se apele a la moral para rechazar estas técnicas por artificiales, porque nada más antinatural que la prolongación de la vida que nos proporcionan la medicina y el confort de nuestro siglo -el horizonte de vida del hombre natural es de 30 años- y hasta ahora nadie ha protestado.

La mujer, no sólo se gana la vida por sí misma, base de toda independencia, no sólo decide cuándo y de quién queda embarazada, sino que las modernas técnicas de fecundación in vitro le permiten tener hijos sin la intervención directa del varón y a la edad que prefiera. No hace falta insistir en las posibilidades que se abren a la mujer para consolidar su autonomía. Por lo pronto, gozo sexual y fertilidad quedan separados en planos distintos sin necesaria comunicación, lo que, en fin de cuentas, termina por equiparar a ambos sexos.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de sociología.

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