Claudio Rodríguez
Nos conocimos hace 15 años. El encuentro fue en su casa de la calle de Lagasca de Madrid, un piso de comienzos de siglo, de techos altos y paredes de yeso vivo, parcialmente soleado a esa hora de la mañana en que la luz es aún discreta, mansa y soportable, y penetra en las estancias con suavidad de guante blanco. Hacía unas semanas que un jurado del que Claudio formaba parte había tenido a bien concederme un accésit del Premio Adonais, todo un pretexto para justificar aquel encuentro cargado de preliminares: un hervidero de nervios bajo mi abrigo, aquella noche sin dormir en la ruidosa y desvencijada cama de la pensión Levante, y la emoción, toda la emoción, por conocer al más alto poeta vivo de nuestra lengua, al hombre que me había regalado los ojos limpios con que mirar las cosas. Desde entonces lo nuestro ha sido una larga historia de encuentros y desencuentros, de paseos por Madrid con parada y solaz en las tabernas, de charlas con Clara, su compañera infinita, y un sabor largo de tardes y de abrazos que tanto me recuerda esas galerías del alma por las que me place transcurrir de vez en cuando, en momentos en que estar solo se convierte en una necesidad inquebrantable. Claudio, igual que esa sensibilidad tan pareja a la suya que destilaba Gabriel Miró, me enseñó a mirar el mundo. Lo hizo primero con su palabra, sin conocerle aún, con aquel Don de la ebriedad que me hizo creer definitivamente en la poesía, en la necesidad humana de asistir a la contemplación y transmitir la sabrosa experiencia de sentir el pálpito del mundo, de escuchar su latido en las cosas más cotidianas. Después fue el hombre, el padre y el amigo, el que me enseñó a caminar tan permeable a todo, deteniéndome con morosidad en un portal de la calle para observar el postigo, en la comisura de la acera o en la salida del Metro para enseñarme a ver, completamente ajeno al endiablado ritmo de Madrid, a su estridencia de sirenas y claxons, a la prisa desalmada circulando entre la niebla firme de los tubos de escape. Aprender a querer con la inocencia de sus ojos ha sido para mí un oficio futuro. La voluntad de ser un poco él me ha convertido en un aprendiz destacado de esa escuela de gente luminosa que nunca abandonó su condición de niño, las armas infantiles que sólo sirven para explorar en el secreto dormido de las cosas. Y fue todo un lujo compartir con sus ojos la luz en su visita a Alicante y Orihuela en este tiempo, los paseos por Santo Domingo evocando en voz alta a Gabriel Miró o por las calles y laderas donde aún reverberaba el silbo de Miguel Hernández, tan claros y terrestres, tan de cielo y de raíces los dos. Le dediqué unas palabras cuando entró en la Academia -qué pobres las palabras al lado de su verbo puro-, cuando obtuvo el Príncipe de Asturias, y también muchas cartas que le fueron llegando con el entusiasmo de mi juventud. Pero nada como su gratitud, como su gesto amable en el momento justo. Y qué sensación de dicha cuando hace unas semanas, en una entrevista televisiva, Fernando Sánchez Dragó me preguntaba que "cómo diablos le había arrancado a Claudio Rodríguez aquellos prólogos" para mis libros, magia pura. Bondad iluminada. Nunca quise arrancarle nada que no fuera cauce natural ni hacer de la amistad un sacrificio, se los pedí simplemente porque mis versos, en cierto modo, eran también algo suyo, y no dudó, y ahí están para siempre como pórtico a Piélago y a una edición muy especial de Cetro de Cal. La reflexión sobre su obra, sobre la trascendencia de su palabra honda y viva, será perfectamente saldada estos días por los críticos. Lo mío atañe ahora a cuestiones del alma que sólo él y yo sabemos. Pero hoy tengo la terrible sensación de que el mundo ha comenzado a evidenciar su ceguera porque una mirada, acaso la mejor de todas ellas, se ha apagado para siempre en la helada habitación de un hospital de Madrid, completamente ajena al gemido abrumador de los claxons, de los jirones de niebla gris que invaden las aceras como un lento sudario, de las largas avenidas por donde circula ahora la sombra de los tristes, la ausencia sin remedio, la soledad absoluta de la tierra.
José Luis Ferris, ganador del premio Azorín.
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