Con hastío respondo
Con hastío respondo a la nueva tanda de extenuantes cartas que me han dedicado la familia Aranguren y don Javier Muguerza, el 17 de julio, como réplica a mi réplica del 10 de este mes. Flaco favor, a mi juicio, están haciendo al profesor Aranguren sus hijos y su discípulo, respectivamente. Yo escribí una pieza, El artículo más iluso (26 de junio), en la que ni siquiera lo mencioné. Hablaba de ciertas actitudes autoindulgentes comunes hoy -y también dañinas- en nuestro país, y, sin nombres -insisto-, presentaba cuatro o cinco casos como ejemplos ilustrativos de esas actitudes. De haber querido señalar al profesor Aranguren, no habría dicho que fue "delegado de Tabacalera en su provincia natal", como hice, sino "en Ávila"; no habría hablado de "un venerable filósofo", sino de "un catedrático de Ética"; no me habría referido a "un libro de 1945", sino a "un estudio sobre D'Ors", por ejemplo. Y la misma reducción de datos identificatorios apliqué a los otros casos. Es obvio que para los hijos y el discípulo, Aranguren resultó identificable, pese a todo. No lo resultó, sin embargo, para la mayoría de los lectores, y la prueba es que, antes de las cartas de aquéllos, fueron numerosísimas las personas que, con curiosidad sana o malsana, me preguntaron, sobre todo, por la identidad del filósofo aludido. Con un incomprensible afán de protagonismo, los Aranguren y Muguerza revelaron el 3 de julio esa identidad, y, tachándome de despreciable, falso, cobarde, falaz, injurioso, insidioso y qué no, me obligaron a buscar las "pruebas documentales" de mis comentarios previos. Lo hice con desagrado y sin más remedio, y me cupo al menos el alivio de poder satisfacer sus demandas sin echar mano de ningún relato ni opinión de terceros, sino tan sólo con citas del propio Aranguren en 1945, 1981, 1990, 1993 y 1995.Podría aportar más citas, entre ellas alguna de Eduardo López-Aranguren -principal firmante de las cartas familiares-, o del profesor entrevistado por el mismísimo Muguerza (citas no demostrativas, pero sí muy significativas). Resultaría inútil. Los Aranguren y Muguerza serían capaces de desautorizarse a sí mismo o de acusar de tergiversación a los impresores, visto que no han tenido reparo -ya que a mí no pudieron desmentirme- en desautorizar a su propio padre y maestro, respectivamente. (Además de confundir y mezclar, unos y otro -hay que imaginar por tanto que intencionadamente-, las citas y fechas que yo proporcioné con toda precisión el 10 de julio.) A los unos no les resulta válida como "fuente original de datos" lo dicho por su padre, y el otro arguye que en la década de los noventa al profesor, a veces, "se le iba literalmente la cabeza". Así que lo que Aranguren declarara públicamente ahora resulta que no cuenta, o que no cuenta lo que a sus supuestos defensores no conviene que cuente. Fácil y cómodo, pero inadmisible expediente, que implica en todo caso el descrédito de su protegido. Quizá no sea yo precisamente quien "echa borrones" sobre su nombre. Tal vez sean más bien sus paladines.
No tengo nada en particular contra Aranguren (un ejemplo ente varios), ni contra sus vástagos -bueno, empiezo a tener una pésima idea-, ni contra Muguerza. Lo que resulta en verdad grave es que, a un año de que se cumplan veinticinco de la muerte de Franco, todavía no se pueda hablar de lo que pasó durante y después de la guerra, sin que a uno le lluevan los anatemas. Son gente como la familia Aranguren y Muguerza quienes, con su negación irracional de hechos ingratos, su aplauso a las biografías ficticias o maquilladas que tanto han abundado aquí desde la transición, su empecinamiento en seguir metiendo bajo la alfombra cuanto pueda ser molesto para sus intereses o sus cuentos de hadas, perpetúan la falta de salud moral que aqueja a España y a su vida pública desde hace tiempo.
Una puntualización última: por cuarta vez, con todas las letras o implícitamente, se me ha llamado "cobarde" en estas páginas (una, contribución espontánea del señor Haro Tecglen). Ahora, los Aranguren insisten en que "Marías ha preferido esperar a que nuestro padre hubiera muerto para censurar su comportamiento". Ni siquiera son veraces en eso, podrían ellos documentarse un poco: que consulten mi artículo "Nada importa", incluido en mi libro Pasiones pasadas (Alfaguara). Es de 1988, y, salvo posible desmentido de sus hijos y su discípulo, el profesor Aranguren estaba por entonces vivo, y siguió viviendo otros seis años.
A diferencia de su familia, que anuncia su tercera carta "ante una nueva de Marías que EL PAÍS decida publicar", yo anuncio que no replicaré más. No voy a seguir discutiendo con quienes no quieren escuchar ni leer ni pensar. Y si pertenecen a la multitudinaria clase de españoles que se toman al pie de la letra lo de "tener la última palabra" -es decir, sólo en sentido ordinal-, creyendo que eso equivale a tener razón, en lo que a mí respecta pueden soltarla tranquilamente en la seguridad de que no les responderé ya más. Pues por mucho que sean ellos quienes la tengan y digan, no por eso van a asistirlos, en este caso, la verdad ni la razón.- . .
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