Racismo
De vez en cuando hay una explosión de rabia popular en relación con gente diferente, generalmente inmigrada, y suenan todas las alarmas de los bienpensantes, que no sé si son muchos, pero al menos se dejan oír. No siempre son inmigrantes, recuerden aquellos días tremendos con gitanos en un pueblo de Jaén hace no mucho tiempo, y no es fácil mantener que los gitanos son inmigrantes en España, al menos en los términos habituales en que se considera tal condición. Por los demás, en ocasiones, como, por lo que se ve, ahora en Tarrasa y otros lugares, el choque tiene mucho de relativismo temporal; los que protestaban parecían, desde luego, catalanes, pero no, si se permite la expresión, de pura cepa; los inmigrantes de ayer ocuparon el terreno, y ahora chocan con los inmigrantes de hoy por la mañana. Los inmigrantes de ayer eran diferentes de los autóctonos, pero no tanto como los de hoy lo son respecto de ellos; y quizá, además, se instalaron en un espacio monstrenco, que ahora está ocupado, por lo que la mezcla con los que llegan es inevitable; y de la mezcla puede surgir la explosión.Con esta gente que explota, a veces, por la diferencia, y que suele coincidir con la actitud de "nosotros no somos racistas, pero por qué nosotros, precisamente, tenemos que aguantarlos, por qué no se los llevan a la Rambla de Cataluña o al barrio de Salamanca", se mezcla el racista eliminador, que es el racista de verdad, que estima que el diferente debe ser destruido, espécimen inagotable, y que se reproduce de manera autóctona en distintos lugares, desde la Alemania nazi a la Serbia actual, pasando por los partidarios de la "supremacía aria o blanca" en lugares de Estados Unidos, o la de los tutsis sobre los hutus, o viceversa, en Ruanda y por ahí, o la de los árabes sobre los negros en Sudán, y tantos otros.
Son diferentes manifestaciones, y llenas, a la vez, de diferencias, de un concepto de supremacía que, por lo menos en lo que a mí respecta, combatiría de la manera más dura y eficaz posible, pero no persiguiendo la opinión, como algunos, llevados de afán inquisitorial, quieren, sino la acción, y con toda contundencia; y al hablar de persecución me refiero a las actuaciones públicas, judiciales y policiales, no sólo, por supuesto, a la expresión de la más tajante discrepancia, como yo hago ahora mismo, y extensiva, no sólo a la teoría (en general es gente que teoriza poco, más bien afima, y generalmente ni eso, recurre a las vías de hecho, operativas o preparatorias, y eso es lo perseguible), sino a las personas, merecedoras de desprecio por su actuación en hordas, lástima, por buscar la supremacía en los rebaños, y látigo (legal, se entiende).
Y, sobre todo, está el lío grande en el que andamos metidos. Todos los días nos desgañitamos proclamando nuestra mejora económica, (la nuestra, de España, o Euskadi o la provincia de Málaga) y los políticos sacan pecho y presumen, y muchas veces con implacable lógica; todos los días hay gente bondadosa que dice que nuestras mejoras económicas tienen que repartirse más igualitariamente (entre los que estamos aquí dentro, incluso con algunos de fuera); todos los días hay gente bondadosa que proclama el buen trato y aceptación que hay que mostrar con los inmigrantes ilegales que aquí llegan, y por supuesto con los legales; pero ningún día esa misma gente bondadose habla sobre los cupos migratorios (éste es uno de los clásicos asuntos en que responsabilidad y conciencia se diluyen en la cosa europea general, "como es política europea, qué le vamos a hacer"); por donde resulta que la bondad alcanza a los que, previo tributo a mafia o grave riesgo personal, o ambas cosas, aciertan a meterse ilegalmente dentro del castillo, mientras que a los que están fuera y quieren venir legalmente, que los zurzan.
Sería más oportuno que todos, y sobre todo los bondadosos, incluidos los sindicales, se pronunciran sobre dos cuestiones: hasta dónde se han de abrir nuestras fronteras, y hasta dónde están dispuestos a admitir que la llegada de extraños cambie nuestra cómoda y adquirida "pureza" social, nuestros modos de vida; que éste es el problema, por ejemplo, que ahora ha lucido en Tarrasa y otros lugares.
Si hemos de admitir a los diferentes, y creo que así es, tenemos que estar dispuestos a perder nuestra pureza, en gran medida. Porque, aunque se asimilen, y eso es posible sólo hasta cierto punto, producirán cambios en el cuerpo asimilador. Y esos dos puntos son los que tenemos que debatir y aceptar. Quizá sea la asignatura más difícil para el futuro: aceptar a los diferentes, y aceptar la contaminación que produzcan.
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