Bicis
Una de las grandes falsedades urbanas de este fin de siglo, junto con la pervivencia del mito de que las palomas son mensajeras de paz, es creer que los usuarios de bicicletas, por el simple hecho de conducir un vehículo que no necesita combustible, son ecologistas. Puede que lo sean en Holanda, Dinamarca o en cualquier otro país nórdico. No en mi ciudad. No en Barcelona.Por supuesto que no me refiero a aquellas personas civilizadas que utilizan el trasto civilizadamente, sin la pretensión de destruir la civilización que les rodea. Ni a esas personas mayores y deportistas con las que me cruzo a menudo, ellas por su carril y yo por el mío, y que sonríen levemente, contentas de que les funcionen las piernas y el corazón tan bien como el cerebro. No hablo de los tranquilos ciclistas que, como premio a su pedaleo incansable, reciben las embestidas de taxistas histéricos o conductores de autobús asesinos.
Pero me tienen hasta el dorsal con pezones quienes se aferran a su manillar con el mismo espíritu depredador que los conductores de coche más desaprensivos, aquellos que han convertido la entera ciudad en una calzada incontrolable, que acceden a su carril por cualquier acera, que circulan por las calles en cualquier dirección, que lo mismo te afeitan una nalga que saltan por encima del perro, y que no han entendido en absoluto el sentido de las bicicletas como elemento calmante. Porque lo cierto es: a)sigue habiendo demasiados coches; b)hay demasiadas motos atronando y aparcadas en aceras y andenes de paseos en terrorífica formación compacta, y c)además, quien más quien menos echa mano de su bici para sentirse moderno y en forma y como arma contra sus semejantes de a pie. Los ciudadanos que usamos como medio de locomoción las dos piernas lo tenemos bien fregado. Salvo que formemos la Liga de la Chincheta para boicotear a los vehículos que aparcan en el cielo de nuestro paladar, o que nos hagamos con bastones extensibles de metacrilato para metérselos en las ruedas.
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