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Prevengamos el racismo

J. J. PÉREZ BENLLOCH Los valencianos no somos racistas, por ahora. En realidad, las únicas discriminaciones ostentosas que afloran son las que padecen los valenciano-parlantes en algunas ciudades del país, como Alicante, por ejemplo, donde su condición minoritaria les constriñe su expresión autóctona. Ciudades, digo, y habría de añadir organismos e instituciones públicas. Pero ese desdeñoso y antiestatutario trato no tiene nada que ver con el racismo, aunque en ocasiones se asemejen mucho las consecuencias. Con dicha salvedad, es justo admitir que tan maldito y amenazante virus no es todavía preocupante por estas latitudes históricamente maceradas en un crisol de etnias. Pero algo similar podía afirmarse de Cataluña y véase qué está aconteciendo estos días en algunas poblaciones del Principado. De pronto ha estallado la caza del emigrante con una andanada de violencias y sobrecogedoras amenazas del más puro estilo nazi vertidas sin cortarse un pelo ante las cámaras de TV. Podrá alegarse que el foco está localizado y que tales brotes no pueden teñir al conjunto de la sociedad catalana, de suyo cívica y pacífica. En efecto, no la tiñen, pero el conflicto está ahí y no ha sido un espasmo circunstancial -lo que en modo alguno atenuaría su gravedad-, sino la condensación de una serie de factores entre los que no ha faltado una auténtica voluntad integradora. En el País Valenciano, y repito que de momento, no hay visos de tales riesgos. La comunidad inmigrante apenas si se percibe y sería una rareza su colisión con la indígena. Que un discotequero vete la entrada a las gentes de color o se les niegue el derecho a frecuentar un bar es un episodio excepcional alentado por el estúpido de turno, probablemente tan inmigrado como el individuo que desdeña. Pero que este fenómeno no constituya hoy un problema tampoco debe hacernos pensar que estamos a cubierto de su contagio. Este país, por más que lo salvaguarden las leyes de extranjería al uso, está destinado a ser tierra de acogida de los condenados de la tierra y bueno será que se entrene y acomode para afrontar con ánimo tolerante esa circunstancia. La reflexión viene a cuento de la obstinada negativa del Ayuntamiento de Valencia a tramitar la concesión de un cementerio musulmán, cuando ya son más de 5.000 los residentes que profesan esta confesión, disponen de tres mezquitas y en su inmensa mayoría se han integrado en el censo ciudadano. ¿Se trata de una estulticia burocrática, meras ganas de fastidiar como al común de los administrados, o en esa actitud laten otras motivaciones, a nuestro juicio ridículas? ¿Por qué no nos podemos homologar a otras ciudades españolas que ya dieron luz verde a esta justa petición? Negar el lugar de enterramiento es una forma como otra de racismo. El asunto nos parece singularmente chocante si nos atenemos a los antecedentes de esta comunidad islámica que habita entre nosotros, pues resulta que en tanto se le ponen trabas a un cementerio, cada día aparece alguno ignorado y musulmán en el subsuelo de Ciutat Vella, testimonio de una antigua y dilatada coexistencia que, digo yo, debiera dar a entender -a funcionario y munícipes de uno y otro partido gobernante- que nada nuevo se les pide. Allanarse a tan humanísima demanda es cumplir una obligación universal como espantar el fantasma de la xenofobia, contra el que no estamos vacunados.

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