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Xenofobia y choque generacional

El brote de xenofobia en Ca n"Anglada, Terrassa, ha provocado un lógico desconsuelo en la gente progresista: hay algo desesperante en el hecho de que dos comunidades de trabajadores se enfrenten violentamente por sus diferencias étnicas, y sólo algunas almas especialmente masoquistas parecen complacerse al descubrir que también entre nosotros existe o puede brotar la xenofobia, el racismo, o como se quiera llamar a la más vieja de las intolerancias. Como se trata de algo que la gente civilizada condena unánimente, su aparición resulta perturbadora, un desafío a nuestra propia conciencia.La primera tentación es buscar culpables, y se ha señalado razonablemente que la policía pone más empeño en identificar posibles inmigrantes ilegales que en desarticular las redes organizativas de los grupos de cabezas rapadas, racistas y fascistas. Igualmente se ha apuntado a la ausencia de esfuerzos para desarrollar el entorno urbano en que se ha producido el conflicto, y también resulta razonable. Pero seguramente sería bueno poder contar con más elementos de información para hacer un buen diagnóstico, porque estos problemas pueden ser más complejos de resolver de lo que todos querríamos.

Creo que fue Marvin Harris quien señaló, en algún libro de divulgación, que un riesgo de la corrección política podía ser que ocultara información relevante para el análisis social. En este caso ha sucedido algo así: sólo leyendo detenidamente la información se descubre que el problema ha surgido a partir de un grupo de unos 40 jóvenes magrebíes que ocupaban la plaza con actitudes agresivas y ofensivas para las mujeres. El dato puede ser importante no porque explique el conflicto, sino porque nos habla de jóvenes. Pero a partir de aquí la información es contradictoria: no queda claro si son recién llegados o jóvenes crecidos ya en Terrassa, pero que a partir de un determinado momento han comenzado a ser conflictivos. Cuando se lee lo que dicen los magrebíes asentados en Ca n"Anglada se descubre que también ellos están disgustados y perplejos: no controlan a estos jóvenes agresivos e impresentables, de la misma forma que los cabezas rapadas surgen de núcleos incontrolados. El conflicto puede hacer que se vean envueltas dos comunidades, pero su origen es sólo el choque con la generación anterior de una minoría de jóvenes magrebíes y otra minoría de catalanes o hijos de charnegos. Quizá para entender el desastroso resultado final tengamos que comenzar por tratar de comprender esa específica quiebra generacional.

Porque no parece tratarse simplemente de las diferencias de actitudes esperables en función de la edad. En el caso de los magrebíes parece que los jóvenes conflictivos surgen en un contexto de recuperación del islamismo, de autoafirmación de la diferencia (y de ahí sus actitudes frente a las mujeres), y no es necesario insistir mucho en que las bandas de cabezas rapadas no son lo más esperable en una barriada obrera. El choque se ha producido a partir de dos minorías de jóvenes que pretenden afirmar su identidad (su diferencia) dentro de sus propias comunidades, y que al hacerlo han provocado violencia entre ellas.

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En esta ocasión parece que el desafío ha venido de los jóvenes magrebíes, y un altercado violento ha provocado la respuesta racista de los vecinos. Si se hubiera tratado de una acción aislada de un grupo de cabezas rapadas contra los inmigrantes probablemente no habría llamado mucho la atención, a menos que hubiera sido especialmente cruel o sangrienta. Éstas cosas pasan a menudo y, por tanto, no son noticia, pese a que el problema es el mismo, por la sencilla razón de que los inmigrantes no suelen responder con una acción colectiva a las agresiones: prefieren no llamar la atención.

Por tanto, no es seguro que debamos lamentarnos del fracaso de nuestros valores morales: más bien deberíamos preocuparnos por nuestros jóvenes, y especialmente por los que se encuen-tran en barriadas obreras sin expectativas de empleo, con bajo rendimiento escolar y poco o nulo esfuerzo de desarrollo urbano. Hizo falta toda una oleada de vandalismo juvenil para que en Francia se hiciera evidente que había un problema social grave entre los jóvenes de este tipo de barriadas, y entre nosotros no parece existir conciencia de la crisis larvada sobre la que estamos viviendo.

Algunas películas, algunas novelas, muchos lamentos, pero se habla más de los problemas de los jóvenes que de los problemas de estos jóvenes, quizá porque ni están organizados ni participan en política. Sin embargo, es evidente que la situación de los jóvenes universitarios sin empleo es bastante mejor que la de los hijos de familias trabajadoras sin estudios secundarios ni expectativas de trabajo, y para colmo, con unos padres en situación laboral precaria o frágil. Sería bastante bueno, ante situaciones como la de Terrassa, poder contar con algunos datos elementales sobre el perfil de esos jóvenes cabezas rapadas y sus familias. ¿Son del mismo barrio? ¿Cuál es su nivel educativo? ¿Tienen empleo ellos y/o sus padres?

De la misma forma, sería bueno saber si los jóvenes magrebíes que desataron el conflicto son recién llegados o hijos de familias asentadas que rechazan la integración. Su inadaptación es, en todo caso, fruto de la ausencia de expectativas, probablemente, pero no tendríamos el mismo problema si estuviéramos ante un choque generacional dentro de las familias ya arraigadas o ante una confrontación entre dos generaciones de inmigrantes. En el primer caso sería una manifestación más del bloqueo económico y social de la barriada; en el segundo, un problema de asimilación que no se podría resolver sin una mayor representación de los magrebíes de la generación anterior en los organismos públicos y las ONG.

Todo esto resulta moralmente decepcionante e irritantemente complejo, y nos remite a algo que le gusta recordar a Fernando Savater: la civilización es una fina película que nos separa de la barbarie, y hay que dedicar muchos esfuerzos a mantenerla y reforzarla, mientras que cualquier idiota violento o cualquier degradación de nuestro entorno puede quebrarla. Descuidar nuestras barriadas, despreocuparse del futuro laboral de quienes tienen menos recursos, permitir que se descomponga el tejido social, es incubar el huevo de la serpiente.

Ludolfo Paramio es profesor de investigación en el Instituto de Estudios Sociales Avanzados del CSIC.

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