Hacia una "tercera vía" latinoamericana
En el marco de la economía global en transformación, se ha venido registrado un importante debate sobre la dirección de los cambios y sobre cómo enfrentar los desafíos del nuevo milenio. Para quienes somos socialdemócratas, nos interesa, en las palabras de Felipe González, compatibilizar la profundización de una economía global con el progreso global. Tanto ayer como hoy, nos interesan valores cuya vigencia es ajena al paso del tiempo como la solidaridad, la equidad, la libertad. Pero, sin duda, también nos interesa la estabilidad, el crecimiento económico, la eficiencia y los equilibrios macroeconómicos.De manera principal, preocupa la tensión que se observa en diversos lugares del mundo entre, por un lado, los avances de la economía de mercado y, por otro, la persistencia de un estancamiento social. Hay quienes han propuesto entonces una tercera vía -término de discutible utilidad teórica- como camino para mantener la estabilidad macroeconómica y promover el crecimiento sustentable basado en los mercados libres, pero impulsando, al mismo tiempo, cambios sociales significativos, donde un Estado eficiente deberá continuar jugando un papel clave.
Hemos leído con interés los planteamientos de varios líderes europeos sobre esta temática. Un ensayo reciente de Tony Blair y Gerhard Schröder es iluminador al respecto, cuando allí plantean que "la función de los mercados debe ser complementada y mejorada por la acción política, pero no obstaculizada por ella". Coincidimos con Blair y Schöder cuando argumentan a favor de un Estado activo en áreas claves como el empleo, la educación y la salud y no un Estado que deviene en un "mero receptor pasivo de las víctimas del fracaso económico". Igualmente, no podríamos estar en desacuerdo cuando ellos critican un pasado no muy lejano en que se tendió a acentuar el logro de derechos sin referencia a responsabilidades o cuando se subestimó las fortalezas del mercado.
En América Latina hemos venido desarrollando una reflexión sobre el socialismo democrático desde los ochenta a partir, primero, de una severa crítica a los socialismos reales, pasando, después, por una renovación del pensamiento socialdemócrata a la luz de los cambios de la economía global, que ha derivado en una concepción balanceada de la relación entre Estado y mercado como enfoque decisivo para el desarrollo. Por tanto, no es ni debiera ser tal debate sobre el nuevo pensamiento socialdemócrata un diálogo del Atlántico Norte, ya que estamos frente a una temática de alcance y relevancia global para todos quienes deseamos conjugar los ideales libertarios de la socialdemocracia con la eficacia económica.
Más aún, este debate es hoy posible a nivel mundial debido al fin de la guerra fría, puesto que en ese largo periodo de conflicto Este-Oeste la discusión sobre el desarrollo se vio polarizada entre la ortodoxia capitalista -más tarde neo-liberal- y el estatismo planificador de la izquierda tradicional, lo cual dejaba escaso espacio para la opción socialista democrática. El proteccionismo económico prevaleciente en el ámbito mundial en aquellos tiempos constituía otro importante obstáculo a la alternativa socialista democrática.
Pero existen matices de diferencia entre el debate europeo y el latinoamericano. Mientras en Europa los socialdemócratas buscan estimular un crecimiento que no deje de lado el papel del Estado en el desarrollo, poniendo énfasis en el fomento del empleo productivo, el avance tecnológico para una mayor competitividad, así como en la necesidad de seguir garantizando los derechos ciudadanos al bienestar social, reestructurando el antiguo Estado de bienestar, en América Latina se observa un debate similar, pero con acento en la búsqueda de mayores niveles de equidad e integración social ante la persistente cristalización de desigualdades sociales que originan legítimas movilizaciones y demandas populares.
No es que no hayamos hecho nuestras tareas en el sentido de estimular un crecimiento económico estable, mejorar la eficacia del gasto social o mantener los equilibrios macroeconómicos. En gran parte de América Latina se ha hecho todo eso, y muy bien, pero, a pesar de ello, se mantienen los problemas sociales que, supuestamente, deberían ir en retirada, tales como el endurecimiento de una pobreza rural y urbana, la mantención o incluso aumento de la brecha distributiva o la agudización de problemas de violencia, inseguridad ciudadana y exclusión juvenil.
La tercera vía no puede entonces tener el mismo acento en una Europa de 30.000 dólares per cápita que en una América Latina de menos de 5.000 dólares per cápita. Más aún si tomamos en cuenta que América Latina es la región con la distribución del ingreso más desigual del mundo. En nuestra región, por ende, el acento debe estar en incluir a los excluidos mejorando la vida de éstos sin que ello ocurra a expensas del resto. La idea es que nadie pierda en el proceso de inclusión social, para lo cual se requiere, simultáneamente, progreso material y progreso social, tal cual lo postulan nuestros amigos europeos.
En definitiva, existen más coincidencias que desacuerdos con quienes propugnan la llamada tercera vía en Europa. El común denominador a enfatizar es que durante demasiado tiempo se confundió al mercado con la sociedad, al consumidor con el ciudadano, llevando ello a agravar la segmentación social y a estratificar los servicios sociales esenciales. Una sociedad democrática consiste en definir cuáles bienes y servicios que no son satisfechos por el mercado deben ser satisfechos para toda la sociedad a partir de bienes públicos. En materia de ciudadanía todos somos iguales, mientras que en materia de consumo obviamente somos muy distintos.
Se trata, entonces, de favorecer el predominio del ciudadano por sobre el consumidor o, como Blair, Schröder, Lionel Jospin y varios de nosotros hemos venido afirmando reiteradamente, "estamos a favor de una economía de mercado, pero no de una sociedad de mercado". El desafío del nuevo milenio es, en resumen, conjugar las metas sociales con la globalización y un eficiente manejo macroeconómico, poniendo al ser humano como el centro de una concepción integral del desarrollo.
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