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Cerrado por vacaciones J. J. PÉREZ BENLLOCH

En los años setenta y también después ha sido frecuente evocar al escritor Kenneth Thynan y sus severas apreciaciones sobre el verano de la ciudad de Valencia, culmen del aburrimiento y del ambiente tórrido, a su juicio. Quizá a modo de despecho o de mortificación, comentaristas locales de toda laya han abundado en este recordatorio como si el citado viajero hubiera levantado acta de un letargo crónico y consubstancial a esta urbe que en algún tiempo pasado y no lejano trató de conjurarlo mediante la apacible y conmovedoramente provinciana Feria de Julio. Está por saber si este festejo estival pudo ser germen de otras propuestas lúdicas más ambiciosas o se disolvió, simplemente, junto al contexto social que la alumbró, tal como parece. Lo cierto es apenas si dejó el triste rastro que subsiste. Ahora, y como en cada estío, se reproduce el desasosiego -no diré debate, que no hay- sobre el tedio canicular de esta capital que no apunta esfuerzo alguno, ni público, ni privado para engranarse en el universo turístico que bulle en su entorno aportando al mismo una oferta lúdica y cultural acorde con las infraestructuras que ya posee. Da la impresión de que las energías se agotan a lo largo del curso escolar y de que todas las amenidades orientadas al viajero tanto como al indígena echan el cierre por vacaciones. Todas, menos el IVAM y el Museo de Bellas Artes, afortunadamente, que no obstante congregan a un público minoritario y selecto. Poco que ver con la riada de foráneos que transitan por el cap i casal o se condensan en su área de influencia. Un mercado, en suma, pues de mercados hablamos, que no de beneficencia, atraíble mediante una oferta festiva ambiciosa y acreditada con el correr del tiempo. No viene al caso de recordar de qué manera Valencia, en la década de los ochenta, proyectó una imagen descocada e innovadora que, ciertamente, era muy difícil prolongar por su sintonía con Sodoma y Gomorra. De persistir en ello nos hubiera investido de una personalidad más sugestiva que este aletargamiento agosteño. Sin ser aquel paraíso de licencias, alguien hubiera podido capitalizar la fama y clientelas que decantaba para complementarlo con espectáculos de referencia animados por la música o el teatro con vitola internacional. Cierto es que con la irrupción de los socialistas en el gobierno municipal a punto se estuvo de que Valencia cuajase como lugar de encuentro festivo de la cultura o culturas del Mediterráneo. Fue una iniciativa original, por lo diferenciada y viable que se diluyó con el relevo de sus promotores más entusiastas, el alcalde Pérez Casado y el edil Vicent Garcés. Nadie retomó el testigo. De nuevo, el amuermamiento y el desierto. La ciudad no está por la labor. Tanto el sector público como el privado son insensibles a este vacío, cuya escenificación más expresiva podría ser la del turista desamparado y afligido por la canícula, por no hablar del cierre en agosto de las pocas piscinas disponibles para proceder a su limpieza. Al fin y al cabo se supone que sobre el asfalto citadino quedan únicamente los condenados de la tierra, algo que no se compadece con la realidad. Aseguran que todo ha de cambiar necesariamente. Que si la Ciudad de las Ciencias y la recuperación de la dársena del puerto para actividades ociosas sacudirán el enervado panorama estival. Es esperable que algo contribuyan a ello, pero aún seguiremos estando lejos de exprimir las posibilidades que teóricamente tiene Valencia para amparar bajo su luna docenas de actividades lúdicas y artísticas, relevantes unas meramente amenas otras a fin de que la rediman del cenizo en que viene a parar apenas estallan los calores. Pero no apunta tal vocación ni se percibe el espíritu industrioso que consolidaría tales novedades. Ignoro cual sería el diagnóstico de Thynan si hubiera de patear de nuevo Valencia con el verano a cuestas. Registraría sin duda notables mudanzas urbanísticas, o la viveza diurna de algunas arterias céntricas animadas por el consumismo y hasta una inmensamente mejorada gastronomía si el restaurante no ha dado el portazo. Por lo demás, se inmolaría en el tedio y daría por buenas las páginas ya escritas.

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