Un río
Siempre he pensado que a Madrid le faltaba un río, un río urbano de verdad, de los que dan a las ciudades una capa de su espíritu, de los que forman parte de ella y de su nombre; un río literario o cinematográfico, de los que hacen que suene a agua cuando se menciona la ciudad en la que están. Porque siempre he pensado que un río de verdad no pasa simplemente por una ciudad, sino que está en ella, que vive en ella absolutamente, como las grandes plazas, los monumentos famosos o esos parques enormes que casi todo el mundo conoce aunque jamás haya viajado a ese lugar.Los ríos urbanos, los ríos de verdad que digo hacen que sea más la ciudad en la que están, le añaden elementos que no tendría sin ellos. Cuando uno dice o escucha la palabra Sena, París anochece y acoge a parejas de amantes que se besan o se despiden para siempre; París se llena de suicidas cuya soledad sólo es vista por los mendigos; París es un libro de poemas bajo el brazo de un escritor exiliado que sueña con la Maga. Sin el Sena, París no sería nada de todo eso. Cuando uno dice o escucha la palabra Támesis, Londres amanece aterida de crímenes entre una neblina cómplice; Londres se despereza atusándose los bigotes como esos gatos callejeros que maúllan en british; Londres se llena de viejecitas modestas y elegantes que huelen a pastel de jengibre. Sin el Támesis, Londres no sería nada de todo eso. Con la palabra Rin, Centroeuropa estalla de timbales, se convulsiona de dramas legendarios y se tiñe de sangre, se vuelve rubicunda y se empapa de cerveza. Con la palabra Danubio, Viena se pone muy cursi, se viste de galones y organdí y comienza a dar vueltas, flexible y estirada como el cuello de un cisne. Con la palabra Hudson, Nueva York es la cubierta de un trasatlántico con olor a espagueti, o la cubierta de un yate donde una pareja celebra su glamour con piano y con caviar.
En Madrid, sin embargo, uno dice Manzanares y se queda un tanto vacío, porque la palabra Manzanares ni siquiera le imprime a esta ciudad el discutible sentido del tópico. Así que me pregunto qué podrán evocar en París, Londres o Viena si alguien pronuncia la palabra Manzanares. Nuestro río no forma parte de la ciudad, apenas lo recordamos sino como una frontera que podría ser de ser de asfalto (incluso algún alcalde quiso alguna vez taparlo para siempre). El Manzanares, al contrario que los ríos que son su ciudad, simplemente pasa por Madrid. Aquí nadie había dicho de pronto, en una tarde propicia al paseo, "Vamos al río". Pero el otro día dijimos, con la gran diferencia semántica de un pequeño artículo indefinido: "Vamos a un río". La primera reacción de todos (madrileños dispuestos a la excursión) fue de desconcierto, porque ninguno sabía exactamente a qué río ir a refrescarse. Después surgieron alternativas que nos alejaban por lo menos cien kilómetros de la capital. Hasta que, con lógica doblemente geográfica, Sideralísimo sugirió El Pardo. Y entonces descubrí por primera vez el río Manzanares, descubrí a muy poca distancia de mi casa tan urbana un río de verdad, un río de agua verde que sospeché plagado de culebras, un río con mínimas ensenadas que regalan generosas la posibilidad de un baño con reminiscencias infantiles, un río humilde como el lugar de veraneo de una familia pobre que nunca ha ido a la playa. Como si hubiéramos sido convertidos en personajes adolescentes de una película de Rohmer, en pocos minutos nos vimos transportados a un paraje de juncos, a una ribera verde insospechada, en la que nos tumbamos sobre tierra y guijarros, que es una palabra que habíamos olvidado porque en Madrid no recordábamos que teníamos un río.
Los chicos se bañaron, porque los chicos se desnudan muy rápido y tienen menos frío; los perros aprendieron a nadar y persiguieron ranas, sonrientes y empapados; las chicas nos tumbamos al sol y nos dejamos besar como si fuéramos novias antiguas de domingo; fuimos deleitados por una pandilla de gansos que penetró en el agua en decidida y presurosa formación de prietas filas. Estábamos en el río Manzanares, muy cerca de nuestra casa, de nuestros sueños y de nuestra infancia. Y todo eso era Madrid, 1999. Así que de ahora en adelante ya podemos decir: "Vamos al río".
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