La lógica del odio
Cuando a lo largo de estas últimas semanas hemos asistido a la transformación de la sonrisa del portavoz de la OTAN en rictus triunfal, ¿no han sentido ustedes ganas de apostrofarle con el grito paulino "Oh muerte, ¿dónde esta tu victoria?"? Yo sí. Pues considerar victoriosa una intervención que ha consagrado la existencia de aquello que se trataba de eliminar -la depuración étnica en Kosovo y el régimen de Milosevic en Serbia- puede ser un artificio retórico, pero de dramáticos efectos perversos. Porque no se ha acabado con Milosevic ni, de haberse logrado, hubiéramos puesto fin a la radicalización étnica del pueblo serbio, de la que el dictador actual es sólo expresión y vehículo. Sonia Biserko, directora del Comité Helsinki de defensa de los derechos humanos en Serbia, nos recordaba que los poderes fácticos serbios y sus élites dirigentes están absolutamente identificados con los objetivos nacionalistas de Milosevic y con su política. Si Clinton lo hubiera tenido en cuenta hubiera podido ahorrarnos esa caricatura de Estados Unidos que ha supuesto poner precio a la cabeza del presidente serbio. En cuanto a la voluntad de terminar con la limpieza étnica en Kosovo, sólo hemos conseguido sumar a un genocidio consumado un intento genocidiario. Y sobre todo hemos cultivado y robustecido las raíces del odio. Cuando en 1991 Alemania y el Vaticano primero, y Francia después, respondiendo a intereses nacionales de su política exterior, se precipitan a reconocer la independencia de los antiguos países de Yugoslavia sin resolver el problema de las fronteras, ni asegurar la convivencia multicultural en su interior, no pueden ignorar que están levantando la veda de los antagonismos nacionalistas en los Balcanes que Tito había mantenido en límites razonables, ni tampoco los riesgos de estallido étnico que los mismos conllevan en dicha zona.
Porque ya en el Memorándum de la Academia de Ciencias de Serbia de 1986, al ilustrar el genocidio del pueblo serbio en Kosovo, suenan las trompetas de la reparación. Esa revancha la predica, la alimenta día a día, la televisión serbia, en particular a partir de 1992, y la practica implacablemente desde entonces. De forma contenida primero, ignominiosa a partir de los bombardeos que desencadenan la furia serbia contra la población albanokosovar: expulsiones y expolios en masa, quemas sistemáticas, asesinatos colectivos. Reacción inmunda, pero previsible, de la que el genocidio de los armenios en 1915, acusados por los turcos de ser una quinta columna de los rusos, es el más próximo en los modos. ¿Cómo no la tuvo en cuenta la OTAN al renunciar a toda presencia en Kosovo y al anunciarlo? Hoy, cuando en 74 días hemos pasado de 200.000 a casi un millón de albanokosovares que se tuvieron que ir y que están volviendo, pero después de haberlo perdido todo y de haber multiplicado los muertos por cinco, por diez, ¿sigue pensando la OTAN que ese precio inevitable con el tipo de intervención escogido era irrelevante? El fin de los bombardeos y la entrada de las fuerzas de la OTAN en Kosovo han cambiado el signo de las agresiones y del éxodo: hoy son los serbokosovares y los gitanos -víctimas siempre- los que mueren y huyen de Kosovo. Pero el resultado está claro: la convivencia de serbios y albaneses en esa provincia serbia ya no será posible y Milosevic, uncido al destino de su país, que hace de su derrota frente a los turcos en el Campo de los Mirlos -Polje, Kosovo- su acto fundacional, sigue ganando guerras al perderlas.
Los que creímos necesaria una intervención -no esta intervención, no de esta manera- para defender los derechos humanos en Bosnia primero, y en Kosovo después, los que hemos lamentado que no se utilizara la gran oportunidad de Dayton para establecer una paz global en los Balcanes, los que hemos reclamado inútilmente que se apoyase a Rugova en Kosovo y a las fuerzas democráticas en Serbia, los que queremos acabar con la lógica del odio, seguimos pensando que la única solución es volver a una confederación balcánica de un tipo especial vinculada desde el principio a la Unión Europea. Promoverla, imponerla, ¿qué mejor objetivo para su nuevo Parlamento?
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