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El calor

En esta ciudad privada del alivio del agua, el mes de Julio se presenta cada año con la misma sorpresa, sin contestación de una enfermedad leve aunque inevitable. La llegada del calor en Madrid se sufre físicamente como la invasión de la gripe en invierno: uno va perdiendo facultades poco a poco, se va debilitando, le cuesta caminar con soltura, rendir con eficacia en el trabajo, ser ágil; en paralelo al cuerpo, la cabeza se embota, los pensamientos se adensan, todo lo que se siente o se desea adquiere una calidad de adormecimiento. Hasta que uno apenas puede con su alma y entonces le embarga la imperiosa necesidad de tumbar el cuerpo. Esto nos pasa en invierno con la gripe y en Julio con el calor. Pero entonces, cuando el alma se derrite con la fiebre de la gripe o con el calor del verano madrileño y el cuerpo se agarrota con el combate interno de los microbios o con la espesura pegajosa de la temperatura en las calles, se produce también un paradójico estado de casi perverso placer, de pequeña y casi inocente perversión: el de la expectativa que proporciona la laxitud. La fiebre nos mantiene inmovilizados pero ya cómodos dentro de una cama, con un libro al lado a medio leer o un periódico desordenado en el suelo y con la absoluta libertad de disponer en cada segundo de las posibilidades de la situación: entornando los ojos uno se deja llevar por un sopor poblado de una mezcla de imágenes que vienen de la última página leída en el libro, de alguna noticia que nos llamó la atención, de algún ruido o alguna voz que nos llega de fuera y se incorpora como la banda sonora a esa extraña película que se proyecta en nuestra frente con una lentitud que parece antigua.

El calor de Julio en Madrid provoca un agotamiento que se va transformando, desde la irritación inicial, en una suerte de agradable indolencia también ilustrada, en este caso, como por fotografías de esa infancia que son todos los veranos. Cualquier imagen que tenga que ver con este conocido entorno nuestro o con la acelerada actividad habitual se va tiñendo de un azul plateado o luminoso, va tomando la indiscutible textura del mar, va adquiriendo el ritmo de las olas tibias del Mediterráneo. Y entonces Madrid se transforma en una anticipación de esa playa tanto tiempo esperada y siempre evocada desde esta gigante central generadora de energía que es la ciudad.

Yo camino a duras penas a través del calor que incendia la ciudad como si fuera un bosque de edificios abatidos por el fuego y lo que empezó siendo un indeseable horno mesetario se ha ido volviendo, producto de la fiebre y del deseo, un híbrido maravilloso y surreal: veo desde la azotea recortarse la figura de Minerva, impenitente guardiana del Círculo de Bellas Artes, contra el agua cansada del atardecer; veo la arena que se cuela por las sandalias en los chiringuitos playeros de la plaza de Chueca; veo a los surfistas deliciosos y atrevidos en la plaza de Vázquez de Mella; veo modestas o imponentes embarcaciones acompañando el son de la Cibeles; veo jugar a los niños desnudos y arrugados de sal y a los perros, que saltan a su lado con el hocico adornado de algas colgantes; veo a las señoras del barrio con unos bañadores muy grandes y desde el estampado de sus vientres me llega el olor a gazpacho; veo pareos en el lugar de las faldas, gafas y tubos de bucear en las cabezas de los motoristas, ferrys con forma de autobús, sombrillas que imitan arbolitos en las aceras de la Gran Vía, pequeños faros de luz roja, verde y ambar diseminados por el Paseo Marítimo del Prado, intuyo breves biquinis bajo los vestidos, tangas bajo los pantalones, he visto a algún nudista, huele a alquitrán y a protector solar.

Entonces me doy cuenta de que Madrid nunca es igual a sí misma, sino como podamos verla, me doy cuenta de que es mentira que en Madrid no haya mar si desde mi azotea se confunde a lo lejos con el cielo, me doy cuenta de que Madrid, en verano, se mancha de la arena que cae de las fotografías que haremos unas semanas más tarde. Me doy cuenta de que en Madrid, en las noche de verano, Los Siderales, después de un día al borde del asfalto y las rocas, salen a tomar algo a las terrazas de la isla, tras ponerse las gafas negras con las que ver lo posible y quitarse el salitre con una ducha que se darán dentro de un mes.

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