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La cacatúa y el vecino melómano VALENTÍ PUIG

Nada como el verano para que el dulce pájaro de la juventud nos mortifique con el escape de sus motocicletas y ese rumor a gritos que se repite noche tras noche en el umbral de los bares. Ciudad en vanguardia de casi todo, Barcelona es una de las ciudades de Occidente con más potencial decibélico. Comienza la mañana con la trepidación de los compresores y el aullido de las ambulancias sin paciente. Los mensajeros dejan la furgoneta aparcada en medio de la calle esparciendo estallido de rap hasta el rincón más impenetrable del hogar. A media tarde se suelta el griterío de las cacatúas fugitivas peleándose en lo alto de las palmeras por un puñado de dátiles. Cae el crepúsculo y el vecino melómano echa mano de su vieja colección de discos del Reader"s digest para escuchar una polca. La recién divorciada pone música salsa a toda pastilla para repetir sus ejercicios de aerobic. El alumno que ha suspendido la asignatura de expresión musical repite una y otra vez sus ejercicios con la flauta escolar. Con la noche, los televisores se adueñan del espacio decibélico con aplausos y exclamaciones de audiencias entusiasmadas por la confesión pública de un tránsfuga sexual que quiere ser madre habiendo nacido para ser padre, al menos en teoría. Poco a poco, el fragor de los aparatos de aire condicionado transforma la noche en un sueño hipocondriaco, cuajado de extraños altibajos en los que el sueño y la realidad se entrecruzan cruelmente y adoptan formas odiosas e irrepetibles, hasta que llegue de nuevo la mañana con los compresores y el timbrazo de los repartidores de correo comercial con su mochila a cuestas. Sostengo que, aun así, pasar el verano en Barcelona no está del todo mal, pero no haría falta que tanta gente se sintiera obligada a la polución decibélica por permisiva que sea la ciudad. Proponer una ONG del silencio no creo que fuera útil, teniendo en cuenta que no hay ONG sin subvención. Me temo que todo es más bárbaro y a la vez tortuoso. Hay formas de ruido que son un desafío, una forma de hacer saber a los demás que sabemos vivir mejor que ellos, que haber confundido ciertos ruidos con lo que antes se entendía por música nos hace más jóvenes, menos desinhibidos, extraordinariamente capaces de sobrevivir en la jungla urbana. El desprestigio de la armonía como elemento de civilización se suma a unas formas de desconsideración que antes merecían la reacción punitiva de unos padres empeñados en explicar a sus hijos que no hay que molestar a los vecinos si quieres que los vecinos no te molesten a ti. Así se convivía en tiempos que hoy se nos antojan protohistóricos, como la procesión del Corpus o llamar de usted a los catedráticos de instituto. Incluso la cuarentona que anda por el balcón con pareo y escucha arias de ópera italiana a todo volumen parece haber olvidado los buenos principios que le inculcaron sus sensatos padres de clase media. Si los modos de la poesía y de la música -como viene a decir Platón- no cambian sin un cambio en las leyes más importantes de la ciudad, conviene preguntarse qué habrá cambiado en la ciudad para que haya cambiado tanto la ley no escrita del silencio. La disonancia resulta aún más peligrosa si se supone que un exceso decibélico incita a la violencia. Imposibilitar el silencio deviene así una forma expresa de coacción entre unos y otros, puesto que Tarzán podía permitirse sus alaridos porque no molestaba al vecino del ático segunda. La estridencia premeditada en una noche de verano imposibilita el uso del nosotros como forma de cultura porque no puede aunarse el yo agredido por el televisor del vecino y la otredad de ese vecino, feliz y contento con su programa de medianoche, tomándose una cerveza de lata, despatarrado en una tumbona de la terraza, frente al televisor. Para la constitución confiada de ese nosotros debiera ser previa una cierta seguridad de que ese otro -el vecino- acata la norma tácita de no molestar con el volumen del televisor. Esa nueva hostilidad del otro habrá sido el cambio en las leyes de la ciudad que -para seguir con Platón- ha destruido la institución del silencio compartido, la vieja tranquilidad de los veranos cuando el éxodo a las residencias secundarias de verano convertía a Barcelona en un paraíso sin lampistas de urgencias. Es argumentable que la participación en una cultura comienza con la pequeña certidumbre de que ese nosotros es factible sin amenazas de agresión física, moral o decibélica. La alianza entre los héroes a escape libre, la cacatúa extraviada que picotea dátiles y el vecino melómano que saborea en calzoncillos los abusos sentimentales de Chaikovski es uno de esos episodios veraniegos que inducen a la misantropía radical cuando dudamos entre recurrir al exabrupto o llamar a la Policía Municipal. A falta de una política del silencio, la erosión del nosotros posible tiene muchas largas noches por delante, con miles de ciudadanos insomnes en sus lechos o dando pasos por el pasillo, casi siempre más cerca de un odio limpio y puro.

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