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LA CASA POR LA VENTANA Una identidad en pelotas JULIO A. MÁÑEZ

No se me alcanza la relación que pueda existir entre las habilidades sobre el césped de Mendieta (su golazo en la final de copa revela una defensa contraria un tanto lela, la verdad) o Claudio López y la decisión de miles de jóvenes de embadurnarse el rostro con tintes entre de carnaval y guerreros y echarse la senyera a la espalda para salir en rebaño a tomar las calles de la ciudad metiendo bronca. Es lo que nos faltaba (y dejo de lado el manoseo de la vistosa bandera autonómica a manos de estos hooligans, tan inquietante como el monopolio de la estatal por los hinchas del Real Madrid en ocasiones parecidas), por si no había bastante con las alegrías falleras, y será cosa de echarse a temblar si la ordalía se repite a cada inicio del verano. Desde el sábado por la noche hasta bien entrada la tarde del domingo no hubo forma humana ni animal de descansar, al menos en mi barrio, gracias al estrépito de miles de claxones enloquecidos, los delirantes gritos de rigor en estos casos y el estruendo de bocinas itinerantes capaz de crispar al más templado. Y no sólo eso. Paseando por el río al caer la tarde del domingo, una madre joven lleva a su crío en brazos bajo los árboles junto a las líneas que marcan rectángulos de improvisados campos de fútbol, el niño chamulla algo parecido a cés, orés o forés, la madre, pobre alma cándida, dice sí, las flores, qué bonitas, y la criatura se enrabieta en el instante atónito en que la mujer comprende que su hijito tarareaba un estribillo muy vociferado en cualquier estadio. Un carca añadiría que no quiere ni pensar en lo que están haciendo de nuestros hijos. Supongo yo que habrá alguna norma municipal capaz de velar por el sosiego de los ciudadanos frente a los que con cualquier motivo se creen autorizados a tomar la calle y la bandera para maltratarlas a su antojo. Pero esa esperanza no parece muy puesta en razón, a juzgar por el entusiasmo de Rita Barberá, nuestra primera vara ciudadana, al participar en abusos semejantes. Lo cierto es que la tarde del domingo en la plaza de la Virgen me asaltó por un momento el temor a ser agredido por ir vestido de paisano en medio de tanto ardor guerrero, y que no pude dejar de pensar que algo tiene que ver con un fascismo de feria esa alegre disposición colectiva a alardear de entusiasmo pandillero para festejar triunfos ajenos. Al margen del empeño de los celebrantes en que todo el mundo comparta por la fuerza su jolgorio, impresión certificada en la toma de las calles por el personal de a pie disfrazado para la ocasión y de las vías de circulación rápida por miles de vehículos que infringían al mismo tiempo todas las normas de cualquier tipo de código, empezando por el de la buena educación y el respeto al vecindario, con la colaboración de la policía local, ocurre que acontecimientos de este tipo, o sus contrarios, suelen ser pasto de apresuradas crónicas sociológicas en las que se postula que el fenómeno desborda el motivo que lo pretexta. Todavía recuerdo enfurruñados artículos de Josep Piera o Toni Mestre o, más reciente, de Vicent Franch, en los que se vinculaban los avatares de los equipos de su preferencia con el auge o caída del auténtico valencianismo, cuando no con una gestión empresarial dotada de un empuje sin fronteras. Si el Villarreal asciende a la división de honor (el término lo dice casi todo), esos forofos de la desdichada teoría luckasiana del reflejo concluirán que se evidencia la pujanza económica del lugar y su cohesión social, por lo que si el equipo desciende en lo que dura un campeonato será preciso considerar que la industria azulejera ha pasado de dominar el mercado al desplome en cosa de pocos meses. Cuando el Valencia perdió el honor descendiendo a segunda, las voces ya citadas quisieron ser sesudas advirtiendo que el desastre constituía un claro síntoma de la pérdida de poder nacional valenciano en el conjunto del mapa autonómico, que, a lo que se ve, igual que el Dios de Santa Teresa que enreda también entre pucheros, acostumbra a depender no se sabe en qué exacta proporción de las piernas de los futbolistas. Mucha representación para tan poco arraigo. Semejantes teóricos de aluvión se verían acaso en un aprieto si tuvieran que vincular el éxito de nuestro primer equipo con el de Zaplana (quien, por cierto, ha esperado a alzarse con la absoluta para reivindicar a los Borgia) en las elecciones pasadas. Ahí tiene Lluís Aracil un tema de postín para su rústico seminario fronterizo. El futbolismo político y la nacionalidad transversal: de la liga al liguero, o no hay más identidad cierta que la figura en el deneí.

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