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Razones nacionalistas para el cambio XAVIER BRU DE SALA

Para los que jamás habrían puesto o mantenido a Pujol en la presidencia de la Generalitat, deben de sobrar motivos para echarle. En cambio, parecería en principio que la mayoría de los nacionalistas, más que menos acomodados durante casi dos decenios con la versión pujolista del movimiento de nation-building al que se adscriben, harían un buen negocio político si CiU volviera a ganar las elecciones y gobernara una legislatura más (por lo menos). A ellos están dedicados los siguientes argumentos, destinados a convencerles de que, en esta ocasión, el buen negocio nacionalista es abonar el cambio. Y si convencerles fuera objetivo demasiado ambicioso, me conformaría con que los sopesaran detenidamente, al margen de sus intereses personales o de su encuadre político o corporativo. Primera razón. Dado el bloqueo político en el desarrollo estatutario y en el proceso del autogobierno, y la nula o escasísima disposición central a desbloquearlo, sería conveniente ensayar otro camino. En Madrid se entiende la famosa cosoberanía como un paso intermedio entre la autonomía y la independencia. Los instrumentos de acción política y de negociación del pujolismo están dejando de ser eficaces. El principio de apoyo a cambio de traspasos y financiación ya no es operativo. Cualquier gobierno que hiciera concesiones a Pujol sufriría por ello un desgaste mucho mayor que en el pasado, de modo que un proceso similar al del Pacte del Majestic generaría un incremento de tensión, un empeoramiento de la maltrecha imagen de los catalanes, posiblemente una campaña mediática y de la oposición, la que sea, en contra, y al fin unos trofeos minúsculos, arrancados mediante un esfuerzo y un desgaste desproporcionados. No voy a decir que la fórmula de Maragall, amor a cambio de traspasos y financiación, vaya a ser una panacea, pero es mejor en el aspecto de la imagen de Cataluña en España -que importa en grado sumo a los catalanes- y no puede ser peor en el capítulo del peix al cove. Siguiendo con las conveniencias nacionalistas -que no profecías-, lo mejor para después de Pujol sería el llamado cruzado mágico: Maragall en la Generalitat, y a continuación CiU victoriosa en las generales, con un programa de pactos para, orillado el único obstáculo que lo impide, gobernar en coalición. Un poco de Espanya enfora, después de tanto Catalunya endins, no vendría nada mal. Disminuirían asimismo las discriminaciones y la mala imagen, al anular el principal motivo de la desconfianza de las élites españolas ante el nacionalismo catalán, la negativa a entrar en el Gobierno central, como si por sentarse en las butacas ministeriales fuera a salir urticaria. Pujol vende que, para ser fuertes en España, CiU tiene que gobernar en la Generalitat sin cortapisas. En cuanto la condición de fortaleza es ya imposible de cumplir, es bastante más realista prever que, para ser fuerte en España, CiU tiene que estar en la oposición catalana. Entonces podría elaborar una oferta electoral basada en participar de verdad en el gobierno de España, que en mi opinión sería imbatible. Segunda razón. Evitar el riesgo de quedarse en media nación, pasando por una etapa de semi-nación. Con el cambio, un porcentaje muy importante de catalanes que, no sintiendo las instituciones de la Generalitat como cercanas o propias por el hecho de no haber votado nunca a su máximo representante o a la coalición que le sostiene, cambiarían de actitud, ya que en ellas mandarían los líderes que mejor representan sus preferencias políticas. En este sentido, y llevando el argumento al límite, es conveniente -siempre para el nacionalismo, aunque no sólo para él- que un capitán sea consejero de Sanidad o Gobernación. Seguro que a los dos días andaría reclamando mejor financiación, más poder, traspasos, por la incuestionable ley según la cual toda silla de poder tiñe de su color institucional a quien la ocupa. Asimismo, los pactos de CiU con el PP contribuyen a deslegitimar al nacionalismo en su conjunto, que desde el antifranquismo hasta 1996 fue compañero de viaje de la izquierda. Los sectores sociales de izquierdas y de escasa sensibilidad catalana tendrían ante sí un nuevo enganche, una ilusión de participar, que compensarían dicha deslegitimación, si la Generalitat estuviera gobernada por la izquierda plural. Tercera razón. Aprovechar esta ocasión de cumplir con el imprescindible trámite democrático de la alternancia, ya que mucho más no se puede demorar sin incurrir en una grave anomalía del funcionamiento normal de las instituciones -y sin arriesgarse a que venga de la mano del anticatalanismo, extremo no imposible a medio plazo-. Con los previsibles aliados de Maragall, y con el mismo ex alcalde de Barcelona, es bastante impensable que dicha alternancia supusiera una pérdida neta para el proceso de autogobierno. Ya lo he apuntado más arriba. Por otra parte, supondría un giro notable en la percepción que en el resto de España, y sobre todo en la capital, se tiene de las reivindicaciones de los catalanes. Con Maragall de presidente, los socialistas ya no podrían estar de acuerdo con Aznar cuando afirma que el proceso del Estado autonómico está cerrado. Con la alternancia que se nos ofrece, el consenso en el interior de Cataluña sobre dichas reivindicaciones podría aumentar sensiblemente, ya que CiU no puede ver con malos ojos ningún planteamiento de avance en términos de autogobierno. Ni las mencionadas son todas las razones para invertir la prioridad nacionalista -no he hablado, por ejemplo, de la conveniencia de limpiar la dirección convergente de inútiles-, ni dejan de existir las que abonarían la continuidad. Sería bueno pues que, al margen de pasiones y sentimentalismos, y dejando en lo posible a un lado los intereses personales, salieran unas y otras a relucir. Si las últimas pesaran más, cosa que dudo pero que no niego, estoy dispuesto a dejarme convencer. De lo contrario, seguiré pensando que al nacionalismo catalán, al catalanismo -en el sentido amplio del término, que incluye a todos los nacionalistas-, le conviene que Pujol pierda ahora, y que hay pues divorcio entre los intereses estratégicos de los nacionalistas y las pretensiones electorales, por otra parte legítimas y comprensibles, de Pujol y CDC.

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