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Esquerra, en la equidistancia JOAN B. CULLA I CLARÀ

Entre muchas otras consecuencias de distinta importancia, los resultados electorales del pasado 13 de junio han supuesto para la izquierda nacionalista en Cataluña el final de una etapa, el cierre de un ciclo. Esa etapa se había abierto una década atrás, en noviembre de 1989, cuando un pacto del último minuto entre Àngel Colom y Josep Lluís Carod-Rovira hizo posible que el XVI Congreso de Esquerra Republicana relevase de la secretaría general al liberal Joan Hortalà y eligiera en su lugar a Colom. Comenzó entonces un difícil proceso de hibridación entre las tradiciones del añejo partido republicano y las maneras de los antiguos dirigentes de la Crida a la Solidaritat, entre el talante poliédrico y fraccional de la Esquerra histórica y el estilo mesiánico y unanimista de Colom, entre las ambigüedades y polisemias pragmáticas tan caras a ERC y la polarización independentista que el nuevo líder quería. Durante cierto tiempo pareció que el injerto funcionaba, cuando menos a nivel electoral: Esquerra rompió el techo de los 200.000 votos, multiplicó el número de concejales y alcaldes y recuperó su presencia institucional en escenarios tan importantes como el Congreso de los Diputados, el Senado o el Ayuntamiento de Barcelona. A medio plazo, sin embargo, se hizo evidente que la adherencia colomina no había logrado arraigar en los estratos profundos de ERC; la mejor prueba de ello la dio el todavía secretario general cuando, en octubre de 1996, renunció con insólito despego a unas siglas cargadas de solera, a una organización modesta pero real, y alzó la bandera del flamante Partit per la Independència creyendo que con esta palabra-talismán su carisma personal y los recursos institucionales que conservaba bastaría para construir un nuevo instrumento político. Incomprensiblemente en términos de racionalidad política, estigmatizada en el terreno moral, la escisión del PI ha sido administrada, además, con un candor suicida. Mientras los también escisionistas del Partido Democrático de la Nueva Izquierda, por ejemplo, supieron hallar pronto un buen árbol a cuya buena sombra cobijarse y hoy aparecen vivos y hasta victoriosos sin que nadie haya podido contar cuántos votos propios poseen, el PI no supo venderse bien o no halló compradores, y se ha estrellado contra los implacables escollos de la lógica: una marca electoral creíble no se improvisa desde la nada en un par de años y, sin ella, ni la notoriedad mediática ni un buen balance de gestión municipal sirven de gran cosa. De cualquier manera, la defunción electoral del Partit per la Independència da la razón a quienes se mantuvieron en la ortodoxia orgánica de Esquerra, despeja del horizonte de ésta el riesgo -siquiera teórico- de una división en su espacio político y cierra la crisis abierta en 1996 del modo más satisfactorio para la actual cúpula: con un aumento de votos de casi un punto y medio en las municipales (7,6%) -aunque todavía por debajo de los registros obtenidos en las autonómicas de 1995 (9,5%) y hasta de 1980 (8,8%)-, con una mejora notable de posiciones en Barcelona y en muchas otras ciudades cualitativa o estratégicamente relevantes, y con una sensación general, subrayada por periodistas y opinadores, de que ERC va a más, de que el partido está al alza. Al equipo dirigente que encabeza Carod-Rovira no se le escapa -estoy seguro de ello- que el actual momento dulce de Esquerra tiene algo de circunstancial, de artificioso; la solicitud de los medios, el interés de los columnistas, la deferencia de los rivales se explican en parte porque, mirando a la cita electoral de otoño y a una próxima legislatura catalana sin mayorías absolutas, las intuiciones y las previsiones coinciden en atribuir al sexagenario partido un papel arbitral decisivo, y no sólo por aritmética, sino por su compatibilidad cultural tanto con el PSC como con CiU (un atributo, éste, que no tienen ni el Partido Popular ni Iniciativa-Verds). Es lógico, pues, que las dos fuerzas políticas mayores y sus entornos prodiguen hacia el probable futuro partner republicano los gestos de simpatía y afecto, que lo cortejen, que busquen con él terrenos de complicidad y dejen tendidos toda clase de puentes. Únicamente Rafael Ribó se impacienta y se irrita, deseoso quizá de no hallarse tan solo en su entrega incondicional a Pasqual Maragall. Pero Esquerra Republicana no tiene prisa ni debe tenerla. Para los intereses de un partido emergente, fronterizo con todos los demás excepto el PP, apegado con igual firmeza a su doble identidad nacionalista y progresista, gestionar la equidistancia durante los próximos meses es un reto fundamental. Si lo supera con éxito, la histórica sigla de Macià y Companys puede atraer los votos tanto de aquellos a quienes seduce una victoria de Pasqual Maragall, aunque temen verle cautivo de la estrategia del PSOE o de la influencia de sectores babélicos, como de los que preferirían el triunfo de Pujol, aunque libre de las servidumbres conservadoras y españolistas de los últimos tiempos. Aparecer como los garantes de un maragallismo nacional o de un pujolismo no meramente continuista, según decidan los electores: tal es, a mi modo de ver, la mejor forma que Esquerra tiene de prevenir los peligrosos efectos del voto útil.

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