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El supertelevisor

La televisión, una novela de Jean Philippe Toussaint, que acaba de publicar la editorial Anagrama, cuenta la historia de un televidente común que, encerrado en su apartamento de París, decide correr la aventura de convivir con el aparato apagado. Hoy, en millones de casas occidentales, se convive con Furby, el muñeco electrónico, que habla rudimentariamente en sus comienzos y va aprendiendo, en interacción con su amo, hasta mil frases. El muñeco reacciona a la luz, a los sonidos y a los contactos. ¿Reacciona también la televisión a nuestra mirada? ¿O somos nosotros quienes reaccionamos a la mirada del televisor y, al cabo, nos convertirmos en su peluche? En los años sesenta, Herbert Krugman provocó una escandalera con la hipótesis de que mientras los libros se dirigían al hemisferio izquierdo, la televisión ponía en acción sólo el derecho. No era fácil encontrar una analogía mejor, más clara y objetiva de cómo la televisión era un artefacto de derechas destinado a manipular conciencias, mientras el libro potenciaba la racionalidad y la libertad para trasformar las condiciones. Algunos años después se demostró que esta brillante alegoría carecía, sin embargo, de todo fundamento. ¿Es pues la televisión un medio de información de la misma catadura sustancial que un libro? Moralmente, políticamente, no hay diferencia, pero lo nuevo, según ha escrito el mayor discípulo de Mc Luhan, Derrick de Kerckhoven, es que la televisión habla al cuerpo antes que a la mente, tiende más a palparnos, sacudirnos, acariciarnos, que a informarnos friamente. La televisión nos toca tanto, que en varias decenas de puntos orgánicos se reflejan sus impactos y vibraciones. Es decir: más que ver la televisión es la televisión quien nos mira. Y nos hurga.

Cuando leemos, explica Kerckhoven, nosotros tenemos el control, pero cuando vemos la televisión, es el escáner del aparato quien nos lee a nosotros. Nuestras retinas son el objeto, más que el sujeto, de la relación. Las miradas del electrodoméstico y el telespectador chocan, pero la diferencia de poder a favor del televisor decide que nuestras defensas sean vencidas y se abra la oportunidad para ser penetrados por su seducción multisensorial.

El personaje de Toussaint pasea nervioso de un lado a otro de la estancia, crecientemente asaltado por la tentación de sucumbir y poner en marcha el aparato. La ausencia de imagen en el televisor se convierte en la falta de la sustancia en el adicto. El mono ante el monitor, o una ansiedad de insoportable soledad ante la potencialidad de muchedumbres, abigarramientos, voces y formas que brotarían de repente con apenas pulsar el botón. ¿Puede vivirse sin televisión? Puede vivirse, pero ya seremos individuos ex-televidentes, como lo son los ex-alcohólicos o los ex-fumadores. Deberíamos aprender entonces a ver de otro modo y a ser también vistos de otra manera. Deberíamos rehacer la facultad de visión y hasta de interpretación.

La mediación de un televisor se ha demostrado tan decisiva en su influencia sobre las relaciones humanas, que vale la pena recordar la clase de instalación de videoarte realizada hace unos años por Mit Mitropolus, un artista de comunicación griego procedente del MIT. La obra se titulaba Cara a cara y consistía en situar a dos personas sentadas con sus espaldas pegadas y cada cual ante una pantalla donde aparecía, en vivo, el rostro de su pareja. Hablaban cara a cara pero siempre la otra cara a la que dirigirse era la cara traducida por el televisor. La consecuencia era que el otro dejaba de ser alguien que nos intimidara. Uno de ellos podía meterse el dedo en la nariz o cometer cualquier otra grosería mayor sin sentirse en falta. El miedo al cara a cara interpersonal se anulaba con ese bucle que mediatizaba del aparato. O bien: el aparato suplantaba la humanidad hasta subordinarla a su imagen y lo que contaba era, en definitiva, la potente visión del televisor incomparablemente más fuerte que la reflexión del personaje humano.

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