El fuego
Era la noche de San Juan, y en la cuesta de San Vicente, en la plaza de Chueca, en los bosques de Pozuelo, prendían hogueras los atrevidos y los nostálgicos. Los miraban de cerca los valientes. Los atrevidos se atreven doblemente. Prenden hogueras de base ancha y de llamas altas, y después las rebasan, minuciosos, de un solo salto posible, como si una corriente, contagiada del fuego, comunicara la fuerza en los tobillos con esa decisión de su mirada.
Son capaces también, los atrevidos, de acercarse hasta el borde de la llama (hasta lo que sería el borde de una herida) y, precisos e implacables como el pasado, son capaces de sacar del bolsillo un objeto, una carta, una prenda, de verlos y de tocarlos por última vez y para siempre, y de lanzarlos al centro de la hoguera como se lanza un adiós definitivo.
Capaces, es decir, los atrevidos, de convocar la despedida objetiva de alguna parte de su memoria, de algún pedazo, doloroso o caduco, de sí mismos.
Y se quedan con los ojos parados, los atrevidos, los minuciosos, los objetivos, el tiempo suficiente (ni un minuto más, ni un segundo menos) para observar la pericia incontestable del fuego.
Al lado de estos osados saltadores, de estos voluntariosos desmemoriantes, se aproximan los nostálgicos a las hogueras de San Juan.
El impulso que los convoca es otro y les confunde, los nostálgicos: es tal su ansia por no olvidar, es tanto y es tan solo su deseo, que únicamente el fuego podría ya liberarles, los ingenuos.
Se aproximan al borde de la hoguera, los sangrantes, tan lentos y tan presentes como el pasado, tan tristes como el pedazo de sí que han de sacrificar para volver a ser enteros, los inocentes, y se demoran algún minuto menos saludable, algún segundo más que suficiente para, apenas mirarlo, sacar aquel objeto, aquella carta de su bolsillo, apenas mirarlo fijamente, los confundidos, hacerlo desaparecer para que vuelva.
Y lo lanzan, los tímidos, porque les quemaba las casas y los dedos aquel recuerdo que una vez en el fuego, los nostálgicos, ya no podrán olvidar y lo convocan.
Y cerca están los valientes.
Cerca de las hogueras, pero a cierta distancia, los valientes llevan hasta sus labios un cigarro y atienden simplemente a la belleza del fuego, los que saben que no habría llama capaz de restañar su herida, los que no llevan nada que lanzar a la hoguera, porque nada tendrían, los valientes, de lo que deshacerse, porque saben, los valientes, que nada de ellos podría consumirse que no fuera, valientes, completa su alma, y si no permanecen, los valientes, admirando la belleza del fuego simplemente, y esperan, los valientes, la única llama que saben capaz de acariciar, de acompañar su herida irrestañable, quizá otros brazos no consumidos aún por el daño del hielo, quizá otro tiempo favorable al futuro, los valientes, quizá todos los fuegos, él, cortazarianos, podría sonar un saxo.
Yo miro a los atrevidos: el atlético impulso de su salto o el arco en movimiento de sus brazos que exorcizan fantasmas me ofrecen el contenido ligero del verano.
Yo observo a los nostálgicos: en su mano apretada se contiene todo el verano que cabe en una isla.
Yo enciendo un cigarrillo.
En la noche de San Juan, alrededor o cerca de la hoguera, en la cuesta de San Vicente, en la plaza de Chueca, en los bosques de Pozuelo, los atrevidos, los nostálgicos, los valientes, fugaces como el fuego, unánimes y distintos como el fuego, ardientes los atrevidos, ardorosos los nostálgicos, ardidos los valientes, alimentando otros fuegos como el fuego, completamente solos como el fuego, se citaron y vieron nuevamente saludar al verano, los atrevidos, saludar al verano, los nostálgicos, saludar al verano, los valientes.
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