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Tribuna
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El año que vivimos sosegadamente

Cuando el Gobierno anunció sus planes para profesionalizar el Ejército a fecha fija se produjo un espectacular aumento de las declaraciones de objeción de conciencia: nadie quería ser el último conscripto. Ser el último en hacer la mili sería tanto como ser el último en hacer el ridículo. Aunque no se puede negar la existencia de una épica, una estética y hasta una ética que eleva a ejemplo la postura de quien se queda el último, hay que reconocer que se trata de un reconocimiento residual, aplicable a los capitanes de barco y poco más. No es casualidad que en el Evangelio se diga eso de que "los últimos serán los primeros". Pero ni por esas. Por lo que parece, sólo las víctimas desean ser las últimas. En otra ocasión he mostrado mi asombro cuando he escuchado a los familiares más cercanos de una víctima de la violencia expresar su esperanza en que, al menos, sea la última. Nunca lo he comprendido. Porque lo que en realidad deseamos todos en situaciones de violencia es no ser los siguientes. La idea de la última víctima tiene mucho de religioso. Conecta con una concepción sacrificial de la existencia de manera que el mal (el hecho de provocar una víctima) es la antesala del bien (sirve para expiar culpas y reconciliarse con los dioses). A pesar de que la víctima parece ser la protagonista en el sacrificio, en realidad acaba por verse reducida a instrumento intercambiable: lo importante es que la víctima cumpla con algunas características (que sea mujer y virgen, o niño, o concejal del PP) pero no importa quién sea la víctima concreta. La visión sacrificial de las víctimas de la violencia, su reducción a víctimas propiciatorias, es una forma perversa de despojarlas de toda dimensión política. Incorporarlas a un universo sagrado es sacarlas del ámbito profano, social, histórico.

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"Este crimen podía haberse evitado"

En su libro Diario privado de la guerra vasca el periodista Antoni Batista plantea en varias ocasiones una pregunta para la que no encuentra respuesta: "Me hice allí una pregunta que me vengo haciendo tras la tregua vasca: ¿Por qué parece que los más infelices por la paz sean las posibles víctimas de la guerra? ¿Por qué los más felices son los que dan el alto el fuego y no quienes lo reciben? ¿Por qué los que tienen más probabilidades de vivir que de morir?". Batista afirma el carácter político de la lucha armada de ETA. Pero cuanto más se afirma el carácter político de la violencia, más se reduce a las víctimas a un papel pasivo. Por decirlo con más claridad, cuanto más político es el victimario, menos política es la víctima. Quienes dan el alto el fuego -militantes que practican una violencia política- toman una decisión política. Quienes lo reciben, las víctimas, simplemente deben agradecer que su vida deje de estar amenazada. Se da valor político a la muerte provocada, se elimina todo valor político de la vida arrebatada. Si matar es más que matar, ¿por qué vivir o morir se reduce a vivir o morir?

Hace un año, Manuel Zamarreño moría asesinado por una bomba de ETA. Ha sido la última víctima. Llevamos un año sin temor a ser los siguientes. Es algo muy importante. Pero no olvidemos que su muerte es más absurda e imperdonable todavía por haber sido la última. ¿Por qué fue asesinado Manuel Zamarreño? ¿por qué tuvo que ser el siguiente a Alfonso Parada? Lo importante no es sólo tener hoy más probabilidades de vivir que hace un año; también importa, y mucho, saber por qué las probabilidades de vivir de Manuel Zamarreño se redujeron a cero aquel 25 de junio de 1998.

Imanol Zubero es profesor de Sociología de la Universidad del País Vasco.

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