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Apocalipsis de la vacación

¿Y si el año 2000 fuera el principio de un interminable vacío? ¿Una tierra exenta, un verano absoluto? Antes de 1999 el pronóstico más seguro para el 2000 era el huracán de miles de obras referidas al milenio, o a las profecías correspondientes al fin de los tiempos. En España cumplimos hoy la mitad exacta del último año y las gentes siguen, en multitud, distraidas en otras cuestiones. Apenas algunas obras nacionales o traducidas como Visiones fin de siglo (Taurus) o El fin de los tiempos (Anagrama) han dado cuenta de la preocupación intelectual. El año 2000, cuyo esplendor parecía capaz de reflejarse en cualquier esperanza de cambio o fantasías de superstición, se acerca con la vulgar parsimonia de un año más, sin la procesión que correspondería al extraordinario paso al tercer milenio. O bien la población no cree ya en el significado simbólico de ciertos tránsitos, o bien procura apartarse de los conocidos peligros del tiempo. El tiempo, decía San Agustín en La ciudad de Dios, es por sí mismo el lugar de la mayor inseguridad. Es peligroso porque, a la vez, ofrece la posibilidad de cualquier mejora y la opción al mayor horror. Es, en fin, un lugar sobre el que puede sobrevenir la peor de las catástrofes o hasta el lujoso suceso de una felicidad superior. En la creencia religiosa, el tiempo es la representación de toda asechanza y el paraíso sólo se cumple cuando el tiempo cesa. Cuando la temporalidad es sustituida por la eternidad que no será, de ningún modo, una gigantesca suma de días o meses, sino el ámbito que se inaugura con la radical ausencia de residuo temporal.

El siglo XXI podría imaginarse como el XX, repleto de inventos y novedades, de cambios y hechos asombrosos, pero esta vez, a diferencia de lo que ocurría en vísperas de esta centuria, el deseo mayor radica en concebirlo como un tiempo cero. Un tiempo quieto o apaciguado en la acepción más amplia y laxa, en el sentido más átono, más inmóvil y privado de complejidad. Mejor, nos decimos, que no ocurra nada, a que sobrevengan esos posibles hechos temibles; mejor que el mundo se contenga, a que siga acelerando su deriva; mejor que la existencia se simplifique, a que siga acentuando su confusión.

Más que esperar una redención mediante un siglo revolucionario, confiamos en un siglo zen. Más que solicitar del milenio una cosecha clamorosa, preferimos el silencio,el reposo y la posible purificación. La historia se ha cansado de bregar sobre sí misma y reproduce, como en otras fechas milenaristas, la fantasía de una paz boba o vegetariana donde, como escribía Isaías , "La vaca pacerá con la osa, la cría de ambas se echarán juntas, y el león, como el buey, comerá paja." El año 2 000 tiende con su fisonomía, clara, doblegada y par, a sugerir el principio de un periodo remansado y manso.

De las últimas extrapolaciones en este fin de siglo, la cultura ya no promete convertirse en una inquietante formación, sino en algo muy despojado, próximo a cero. Pero, igualmente, el mundo del trabajo o de la convivencia familiar no anuncia una mayor reforestación, sino una metáfora de posibles desiertos. Lo mismo se presiente de la sexualidad ambigua, del diseño o el arte enfriado por el ordenador y de la conversación silenciosa a través de la pantalla.

El 2000 gana fama no por aquello que añadirá, sino por lo que extirpará. Será una era feliz en la medida en que aumente la nitidez por expurgación de las guerras y las desigualdades, por el despojamiento de los desequlibrios y el estrés. El logro de una vida más sencilla, neopretérita, será la particular señal de progresión. Lo nuevo hará bucle con lo antiguo, y el porvenir se encastrará con el pasado en una implosión lo más parecida posible al fin de los tiempos, a la desaparición del peligro del tiempo, a la llegada del verano absoluto, al apocalipsis de la vacación.

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