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Castigos y deseos

ESPIDO FREIRE Los valores se tambalean. Las ideas se derrumban. Ahora es seguro que se acerca el fin del mundo. Bien estaba que tuvieramos que prescindir del pollo. Incluso que los huevos Kinder trajeran más sorpresas de las que imaginábamos dentro, o que el chocolate resulte ser no ya una droga nociva, sino una fuente cancerígena. Pero...¿y la cocacola? ¿Era preciso este castigo? Se han apresurado a asegurar que la intoxicación de la bebida era casual, y no motivada por las dioxinas, esos elementos con nombre de vitaminas pero con cuernos y rabo. Pero vaya uno a fiarse. Si al menos fueran microbios, morirían abrasados por el alcohol de garrafa; porque, seamos sinceros, para lo que realmente se necesita la cocacola es para componer un kalimotxo en condiciones. Pero con las malditas dioxinas, de fijo que, aparte de arruinar el hígado, el kalimotxo produciría, vaya uno a saber, cáncer de estómago. Ah, no, nada es como en los viejos tiempos. Quién le diría al PNV que sus estrategias de combate se le volverían en contra, y que perderían tanto terreno ante los muchachos de EH. Descuida uno el circo y le crecen los enanos. Uno cría cuervos y de pronto descubre que no sólo tiene muchos, sino que están de lo más dispuestos a quitarle los ojos. Y ahora que los pactos y los guiños de ojos entre la complicidad y la seducción están a la orden del día, no puede uno menos que recordar el inofensivo aspecto de las tabletas de chocolate contaminadas, de la sabrosa pechuga de pollo cuajada de dioxina. O, lo que es peor, de la cocacola, la bebida universal, la fuente de la juventud, el símbolo por excelencia de la amistad y la concordia, envenenada. Si no resultara tan temible, podríamos reírnos de nuestra ignorancia, de nuestra falta de memoria. No hace ni dos años el pueblo vasco, y no precisamente en solitario, consolidaba el espíritu de Ermua. Ahora parece haberse optado por el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Las ofensas de la guerra civil, la opresión de la dictadura, parecen perdurar más en el recuerdo que los asesinatos de antes de ayer. El tremendo miedo, la indiferencia brutal hacia quienes sufren situaciones de injusticia debidas al nacionalismo extremo y a la aplastante seguridad de quienes se creen en posesión de la verdad han borrado la sensatez. Cuando deseamos alabar a los vascos se recurre casi siempre a los mismos tópicos; el caracter franco, la buena gastronomía, con los piensos artificiales justos para no asesinar a la gente más que lentamente. Y la afición por los periódicos, en lugar de por otras lecturas. Tal vez eso explique muchas cosas. Por ejemplo, ese afán de inmediatez, esa desmemoria, esa ansia por olvidar lo que ocurrió ayer para sustituirlo por información nueva, por situaciones nuevas. Esa incapacidad manifiesta para analizar los hechos en su conjunto, para ver más allá de la siguiente página, de lo que tenemos delante de las narices. Ese orgullo por mantenernos lo más aldeanos posibles, por considerar que esa es la auténtica esencia de lo vasco, las raíces que se deben conservar incluso con perjuicio de los nuevos tiempos de la actualidad. Como si viviéramos, según la situación en la que nos encontremos, en diversas épocas de un mismo siglo. Dentro de muy poco tiempo comeremos de nuevo pollo con confianza y en una semana recurriremos a la cocacola; al fin y al cabo las dioxinas no matan de modo inmediato, sino a largo plazo, y para entonces, que nos quiten lo bailao. Lo importante, a lo que realmente acudimos parece ser a las soluciones a corto plazo. Deseamos una paz como sea, al precio que sea, sin mirar más allá de hoy mismo. La vida es larga, y al contrario que los humanos, conserva una buena memoria. Las generaciones venideras nos agradecerán nuestra labor, o tal vez vengan a echárnosla en cara. Dicen que los dioses, para castigarnos, cumplen nuestros deseos. Pues bien, nosotros estamos a punto de lograr nuestros deseos.

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