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Los "bibelots" de Ferrant y Fenosa ORIOL BOHIGAS

En el Reina Sofía de Madrid se puede visitar todavía una exposición de Àngel Ferrant (1891-1961) y en el Museo de Arte Moderno de Barcelona acaba de inaugurarse una antología de Apel.les Fenosa (1899-1988). Dos escultores de la misma generación relacionados con la cultura catalana por circunstancias distintas que suelen interpretarse -en diferentes grados de calidad- como dos polos opuestos en nuestra balbuciente vanguardia de la primera mitad de este siglo. Por lo similares y por lo contradictorios me atrevo a mirarlos desde un mismo punto de partida. No me acuerdo quién fue -¿Ors?, ¿Pla?- que, en la euforia iniciada en el noucentisme hacia la reivindicación del arte normativo, afirmó polémicamente que la escultura sólo tenía dos caminos: o ser un monumento o ser un bibelot. Las dos categorías no tienen nada que ver ni con el tamaño, ni con el destino funcional, ni con la fragilidad. Las pequeñas piezas de Manolo Hugué, las frágiles estructuras de Moisès Villèlia o de Antoni Llena, los inestables personajes de Giacometti, los móviles de Calder no corresponden a la estética y el método o, mejor, a las connotaciones del bibelot. En cambio, podemos encontrarlas en otras experiencias contemporáneas aparentemente ambiciosas en su consistencia física y su voluntad representativa, como en ciertos sectores de la obra de artistas tan relevantes como Max Bill y Andreu Alfaro o en el último y penúltimo Dalí. Y me parece, después de ver las exposiciones de Ferrant y Fenosa, que puedo incluir en esta segunda lista buena parte de sus obras, cada una por caminos distintos y hasta con diferentes valoraciones culturales. No creo que este sea el momento de analizar -ni valorar- las características estéticas del bibelot, pero me parece que se centrarían en una estabilidad estilística que raya en el amaneramiento. Una estabilidad que pasa a primer plano, arrasando en cierta manera los intentos de innovación y, sobre todo, los contenidos culturales para apoyarse en formas muy próximas a lo que se suele llamar arte decorativo. Que queden claros mis respetos hacia el arte decorativo, muchas veces fundamental en la evolución del gusto. Pero, como dijo Eugenio d"Ors, "el peor enemigo del arte decorativo es la firma", es decir, lo inadecuado es sacarlo del anonimato que justifica su realidad colectiva y elevarlo a una obra de arte individual. ¿Diríamos, pues, que su valor más significativo -y positivo quizá- es, precisamente, el amaneramiento anónimo? Admiramos mucho los esfuerzos vanguardistas de Àngel Ferrant, sus empeños divulgadores y didácticos en épocas tan difíciles, cuando todos aprendimos de su alta exigencia ética. Pero esta exposición del Reina Sofía es un poco decepcionante porque mezcla en un solo contenido -y en un solo itinerario- las dudas y las dificultades para hacerse con un nuevo lenguaje -no siempre con éxito, pero siempre meritorio- y el amaneramiento de este mismo lenguaje cuando la búsqueda fracasaba y había que acudir a estilismos decorativos. Esto no quiere decir que no haya algunos puntos culminantes específicamente artísticos, cuando el lenguaje se atreve a iniciar alguna novedad. Los relieves de los años veinte y treinta todavía clásicos -un clasicismo noucentista-, los ensamblajes y las esculturas intactas de los años treinta y cuarenta, los gestos de abstracción a partir de la forma femenina y los ademanes agresivos de los años cincuenta, las esculturas cambiantes del último periodo son puntos de arranque que, no obstante, quedaron frenados casi en su propio nacimiento, reducidos a un manifiesto y a una eficaz, abnegada incitación didáctica. El caso de Fenosa es más difícil de explicar porque la calidad de su obra, en general, es muy inferior, menos preocupada, ya desde el principio, por la innovación, la búsqueda de lenguajes propios. Su obra es un amable ejercicio decorativo en el que, muchas veces, falla incluso el buen gusto -un gusto demasiado vulgar-, lo cual en este caso no es una cualidad como lo ha sido tantas veces en el gran arte, sino un signo de error conceptual incluso dentro de las exigencias del bibelot. Las corrientes artísticas pasan sólo superficialmente advertidas en el transcurso de su obra: ni la fragilidad de Giacometti -interpretada en modelados de técnica tradicional contradictoria- puede citarse como un prometedor punto de referencia. No se puede negar en algunos casos la influencia maléfica del art déco que emborronó en toda Europa tantas buenas intenciones artísticas. Algunas obras de Pablo Gargallo podrían ser ejemplos también de esa decadencia estilística basada sólo en lo decorativo, como su mismo nombre indica. Una tentación que otro contemporáneo catalán -Juli González- supo rehuir sin dudas ni concesiones. Es un ejercicio muy clarificador, pues, comparar a Ferrant, Fenosa y Gargallo con González para comprender las grietas culturales que los separaron. Una buena reflexión que debemos al acierto de la programación de exposiciones en el Museo de Arte Moderno que insiste en rehacer el conocimiento de nuestros artistas casi recientes.

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