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Tribuna
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¿Moscú? ¿Allo?

Andrés Ortega

¿Quién manda en Rusia? Y, sobre todo, ¿quién mandará? De nuevo, como dijera Churchill, estamos ante "un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma". Aunque la cumbre del G-8 en Colonia haya servido para empezar a recomponer las relaciones con el Ejecutivo ruso, aunque Yeltsin no está contento. Pero lo ocurrido en los últimos días resulta sumamente preocupante para Rusia y para Europa. Pues, según numerosos indicios, por vez primera, los militares rusos, que históricamente han seguido al poder político, le ganaron a éste la vez en Kosovo. Es el reflejo de un malestar entre los militares por su propia situación y por cómo ha ido la guerra de Kosovo, y de un poder político débil y caótico. La crisis desatada por la llegada sorpresiva 10 días atrás, por carretera, de dos centenares de paracaidistas rusos a Pristina se ha resuelto de manera sensata, pero ha constituido un serio aviso. Lo preocupante no era el control del aeropuerto de la capital, sino de dónde saliera esa orden, si es que la hubo. Como se ha comentado, si Yeltsin la dio, malo; y si no la dio, peor. Ha sido, por primera vez en la posguerra fría, una respuesta militar por parte de Rusia a un pulso con la OTAN.

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Cuando negociaba el proyecto a presentar al Consejo de Seguridad de la ONU que permitió poner fin a esta guerra y pasar a una nueva fase en esta crisis, el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Igor Ivanov, mantuvo posiciones contradictorias con las que Yeltsin acordaba por teléfono con Clinton. Y en las negociaciones de la semana pasada, los negociadores occidentales pudieron observar posturas claramente diferentes entre los representantes del Ministerio de Defensa y de Exteriores de Rusia.

El caso es que, tras el despliegue ruso en Pristina, Yeltsin promovió a general al coronel Zavarzin que había conducido la operación. Poco después de aquel acontecimiento, se reunió el Consejo de Seguridad de Rusia con la participación del nuevo primer ministro Serguéi Stepashin, quien proclamó que "la sincronización de la actuación del Ministerio de Exteriores, los militares y el Gobierno es el rígido algoritmo que se empieza a aplicar". En teoría, significa el predominio de la diplomacia; en la práctica, un reconocimiento formal y sin precedentes del peso de los militares en la política exterior rusa.

En esta crisis, el descontento ruso como potencia, y como sociedad, ha sido y es grande. Y no por una supuesta tradicional amistad con Serbia, sino por la pérdida de poder de Rusia. En los días anteriores al acuerdo sobre el despliegue militar, les fue denegado a aviones rusos de transportes el sobrevuelo del espacio aéreo de Hungría, Bulgaria y Rumania, todos antiguos del Pacto de Varsovia, el primero ahora en la OTAN. Es algo difícil de digerir por algunos sectores en Rusia. Pero tendrán que reconciliarse con la nueva realidad. Europa y la OTAN deben contribuir a ello. El hecho de participar en el G-8, por sí solo, genera ciertas obligaciones de comportamiento para Rusia. Sin embargo, la política de la zanahoria, tal como se ha practicado en la cumbre del G-8 en Colonia, no dará por sí sola resultados.

Mas ¿importa Rusia? Es un país con muchos vecinos importantes, plagado de armas y centrales nucleares, segundo productor de petróleo del mundo, y con un considerable potencial para exportar desastres medioambientales. Rusia, que se había marginado a sí misma tras la negativa Serbia a aceptar los acuerdos de Rambouillet, y que contribuyó, tras su recuperación, a un fin negociado de la guerra, importa. Eimporta que no fracase como Estado. Por eso resultará determinante que cuando Clinton o su sucesor, Schröder o, cuando lo rehabiliten en Moscú, el futuro señor Pesc, llamen por teléfono al Kremlin tras las presidenciales del 2000, haya allí alguien que, además de coger el teléfono con el característico y afrancesado "¿allo?" de los rusos, no esté cargado de resentimiento hacia Occidente; aunque los rusos, algunos de ellos, son los primeros responsables de sus problemas.

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