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El Derby fin de siglo

Fernando Savater

En 1899 al primer duque de Westminster le pasaron dos cosas verdaderamente notables, la primera de alcance público y la segunda de índole más personal: para empezar se convirtió, gracias a Flying Fox, en el único propietario -¡hasta la fecha de hoy!- ganador por dos veces de la triple corona inglesa (Dos Mil Guineas, Derby y St. Leger); luego, se murió. Como me siento incapaz de hacer ulteriores comentarios sobre el segundo de estos eventos, les glosaré el primero. John Porter, clarividente entrenador de los caballos del duque, adquirió para él en 1893 una yegua de cría muy adecuadamente llamada Vampire, hija de Galopín, que de inmediato mostró un temperamento auténticamente intratable y ya el primer día de su llegada a la cuadra ducal hizo todo lo posible por comerse la mano del mozo que la atendía. Lo peor vino después, porque se atrevió a atacar al duque en persona y el ultrajado caballero decidió prescindir de semejante fiera. El imperturbable Foster ofreció a Su Excelencia quedarse él mismo con la yegua, lo que bastó para que el duque reconsiderara su postura y dijese que después de todo no había sido para tanto. Como no era cosa de intentar hacer viajar a la arisca Vampire hasta algún semental lejano -por entonces trasladar un caballo no era cuestión tan baladí como lo es hoy, gracias a los remolques de ganado- decidieron que la cubriera un pupilo de la casa, Orme, hijo de aquel célebre Ormonde que había proporcionado al duque su primera triple corona hípica. También Orme tenía su historia, porque estuvo a punto de morir al ser envenenado por mano tan alevosa como desconocida poco antes de las Dos Mil Guineas. Luego se han escrito muchos relatos turfísticos con argumentos semejantes... Inasequible al espíritu hogareño, Vampire liquidó pronto a su primer retoño con Orme; el segundo tuvo mejor suerte y sobrevivió. El tercero fue Flying Fox.

De su madre heredó cierta incompatibilidad con los buenos modales. Por ejemplo, resultó todo un paciente viacrucis para el juez de salida en las Dos Mil Guineas lograr que el Fox hiciera una largada aceptable hacia la meta y no hacia las colinas de Newmarket o hacia su cuadra. Por fin salió y ganó. Cuando cruzó el primero la llegada, el duque de Westminster profirió un desaforado peán que algunos presentes intentaron transcribir como un View Hulloa! de potencia ensordecedora. Dado que todos sus distinguidos compañeros en el palco exclusivo que ocupaba le tenían hasta entonces por el más circunspecto de los patricios, el alarido del duque fue mucho más comentado que la primera gran victoria de Flying Fox.

La segunda tampoco careció de dramatismo. En plena recta final del Derby, a menos de doscientos metros de la meta, luchaba cabeza con cabeza contra el tordo Holocauste (al que montaba Tod Sloan, el jinete americano cuya postura agazapado sobre la silla con los estribos muy cortos comenzó una revolución en el estilo clásico de monta inglesa) cuando de pronto sonó algo parecido a un disparo de pistola: su rival acababa de partirse la pata en un mal tranco. Poco después de que Flying Fox se adjudicara cómodamente la carrera, el desventurado Holocauste tuvo que ser ejecutado en la pista para abreviar sus sufrimientos. (Cien años más tarde, o sea, hace mes y medio, en Belmont -última prueba de la triple corona americana- el ganador de las dos anteriores, Charismatic, ha visto truncadas sus aspiraciones al trofeo y su futura trayectoria de competición al quedarse cojo muy cerca de la llegada, aunque ha salvado la vida gracias a que su jockey saltó a tierra oportunamente). A su debido tiempo Fox coronó la triple hazaña ganando el St.Leger, el duque murió y el caballo fue vendido muy caro a un propietario francés. Como semental produjo ejemplares notables y uno de sus nietos, Teddy, fue importante en la cría española anterior a la Segunda Guerra Mundial.

Tal fue el ganador del último Derby del siglo pasado. Por favor, no volvamos de nuevo sobre la disputa de si los siglos acaban en el "99" o en el "00". Es un choque entre dos convenciones, la aritmética (que opta con razón por los ceros), y la psicológica, que prefiere de corazón los nueves. En las breves décadas de nuestra vida, es el nueve el que marca el final de un periodo y el cero lo que determina el comienzo de la nueva etapa: sentimos estar despidiéndonos de algo a los veintinueve o cuarenta y nueve años; nos reconocemos irremediablemente envejecidos a los treinta o a los cincuenta, no a los treinta y uno o a los cincuenta y uno. De modo que los ilusionados con el nuevo milenio lo verán despuntar el año dos mil y no el dos mil uno, mal que le pese a Kubrick y a la austera ciencia matemática. Por lo tanto, el Derby de este año ha sido saludado como "el último del siglo XX", mientras se planteaban en torno a él inquietudes típicamente finiseculares: ¿tiene futuro la ilustre carrera? ¿acaso no ha perdido ya su antiguo encanto o al menos su prestigiosa primacía? ¿no es demasiado duro su trazado, demasiado larga su distancia, demasiado elevadas sus tasas de matriculación, etcétera? ¿no suelen quedar inválidos en él demasiados caballos? ¿no hace ya demasiado tiempo que no lo gana un auténtico fuera de serie?

Y también yo, puesto que éste va a ser mi único Derby de fin de siglo, le añado mis propias zozobras. Durante veinticinco años ininterrumpidos he asistido a la cita de Epsom. ¿No deberían bastarme ya estas bodas de plata? ¿Cuánto tiempo más podré seguir desafiando a los hados, desatendiendo urgentes compromisos, superando achaques y malestares, para no faltar... como si en ello me fuese la vida? ¿No será más prudente cerrar voluntariamente este ciclo y dedicar mi corta ración del nuevo milenio a cosas más serias y edificantes? Pero calma, calma: que no cunda el pánico milenarista...

Ni conviene pecar tampoco de optimismo, como los poderosos jeques de los emiratos petrolíferos que al más prometedor de sus potros -con el que esperaban ganar este Derby- le cambiaron un inicial nombre anodino por el comprometedor y agobiante de Dubai Millenium. Gran favorito, pasó por la carrera tan insípidamente como si se hubiera llamado Olvídame. Más sólida fue la candidatura de Beat All, cuyo nombre también triunfalista coincidió muy bien con el estado de ánimo reinante en Inglaterra

cuando en la víspera del Derby se supo que Milosevic capitulaba (hubo tabloides que eligieron como titular en primera página de la noticia una sola palabra: Beaten). Además, a Beat All le montó Gary Stevens, un as norteamericano de la fusta que, aburrido de ganar en USA, ha decidido venirse una temporada a Europa para ponerse las cosas difíciles: "Últimamente me daban sólo caballos tan buenos que con ellos hubiera ganado hasta el cartero", comentó. No sé lo que hubiera hecho el cartero en la gran prueba de Epsom, pero Stevens logró un tercer puesto al que no se le puede poner ningún reparo (¿tal vez el de haber atacado en la recta final una milésima de segundo tarde?). Sea como fuere, el Derby se jugó definitivamente entre dos caballos -Oath y Daliapour- que compartían abuelo paterno (el inevitable y magnífico Northern Dancer) y cuyos abuelos maternos eran dos de los más grandes vencedores del Derby en el último medio siglo: Troy y Mill Reef. El algodón no engaña... y la sangre, pocas veces, al menos en el turf. Además, Oath, el ganador, es hermano de Helissio, aquel gran campeón indiscutible de un propietario español más que discutible (¿logrará por fin Madrid rescatar de una vez su hipódromo?). A Oath le pilotó Kieren Fallon, un estupendo jinete irlandés que me recuerda a Lester Piggott también por su arte de buscarse líos y crearse fama de incorregible bad boy. Pocos días atrás le habían puesto una multa por utilizar palabrotas contra los paramédicos de una ambulancia que perturbaba la salida en una prueba. ¿Verdad que no está mal ser condenado por renegar y ganar el Derby con un caballo llamado Juramento... todo en la misma semana?

Se me ocurre un argumento contra la fe en milenios y cosas de semejante enormidad: lo llamaré el "argumento Daliapour". En efecto, se dice que Daliapour llegó el segundo en el Derby gracias a que el terreno estaba algo pesado; y si hubiera estado empapado, ese caballo amante del barro podría incluso haber ganado. Pues bien, cinco minutos después de correrse el Derby cayó un tremendo chaparrón sobre Epsom y dejó la pista encharcada para el resto de la tarde. ¡Cinco minutos! Los cinco minutos de la suerte que le faltaron a Daliapour para tenerlo todo a su favor en la ocasión de su vida... No son los milenios los que cuentan para quienes luchan y gozan, sino los minutos, los segundos: no el largo aliento inerte de los siglos, sino el tiempo de un suspiro

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Univeresidad Complutense.

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