Soldados
LUIS GARCÍA MONTERO Hubo un tiempo en que el ejército era un símbolo caqui de la España vieja. Impulsados por la necesidad de superar la barbarie de la Guerra Civil, aprendimos a mirar con distancia las medallas, los desfiles y los himnos marciales, para vengarnos de la prepotencia cuartelera y sofocante de los vencedores. Pudimos pasar incluso de la conciencia trágica al humor de las películas costumbristas, convirtiendo las anécdotas de la mili en el retrato exacto y chistoso de un país caduco, irrespirable, que se había detenido en los campamentos de la Historia con la expresión pánfila de un recluta trasnochado. Mientras, los generales criaban hilos de arañas y rincones de moho en las pantallas en blanco y negro de los televisores, la gente huía por ríos, montes y quebradas hacia una realidad distinta. Hubo un tiempo en el que los orgullos militares llegaban a nosotros como la huella sórdida del pasado. Las taquillas de los cines y los campos de fútbol ofrecían descuentos a niños, seminaristas y soldados. Había que ir a la mili para hacerse un hombre, había que pasear en las largas tardes de domingo por los jardines provincianos, cambiando el paso de la instrucción por la humildad burocrática de los gorriones, en busca de una criada con la que fundar primero un beso, después la caricia de un sostén blindado y más tarde una familia. A la hora de la siesta, España paseaba de la mano con el bromuro, con la aldea, con el mosquetón, con el sargento chusquero, con las Laureadas de San Fernando, con los restos de las batallas de África, con el Alcázar de Toledo y con los cuchillos de pelar patatas. Así las cosas, cuando la realidad medía 1,55 y la Virgen del Pilar bailaba jotas en los coros de la Sección Femenina, los españoles albergaban en su juventud una idea poco turística del viaje. Más que reservar una habitación de lujo en un hotel de la Polinesia para aplaudir la llegada del nuevo milenio, las posibilidades del glorioso Movimiento se concretaban en una cartilla militar y un billete de tren para Viator o Colmenar Viejo. Las putas eran nacionales, cantaban el himno de la Legión y respondían al nombre de Lola o Pepa. Sólo regalaban el brillo de unos ojos exóticos a la hora de fingir el orgasmo. Las guerras de entonces no consistían en el bombardeo de la población civil desde el cielo de la prepotencia tecnológica y los héroes estaban obligados a asumir ciertos riesgos. Aparte de criadas y soldados, uno podía encontrarse en los jardines a dignísimos caballeros mutilados, con su acarreo de parches, muñones y muletas. Nadie había inventado aún el eufemismo de los daños colaterales y los cuerpos heridos, los mancos, los cojos y los tuertos, viajaban gratis en el tranvía del esperpento nacional. A la puerta de mi colegio se acercaba en silla de ruedas un individuo entrañable, mutilado de la División Azul, que desplegaba grandes recortes de periódico amarillos para demostrarle a los niños que él había sido el verdadero inventor del transistor. Eso llegó a ser el ejército en este país: un pasado de horror y un presente inaceptable. Quién nos iba a decir que en pocos años los militares servirían para ganar votos y marcar el paso de la modernidad.
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