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Guerras civiles

Desde la Primera Guerra Mundial de 1914 ha habido cerca de cien conflictos que pueden clasificarse como guerras civiles. Su historia está cargada de mitos y múltiples explicaciones. Algunas de éstas son muy simples y directas: detrás de esos conflictos siempre hay "odios ancestrales", de clase, étnicos o religiosos. Otros enfoques prefieren sumergirse en aguas más profundas y tratan de identificar los factores que hacen a algunas sociedades más propensas a la violencia que otras. Más allá de esas explicaciones, sin embargo, siempre aparece la misma realidad: las guerras civiles son crueles, sangrientas, operaciones quirúrgicas que se saldan con miles de asesinatos, violaciones, exilios masivos y, en los casos más extremos, genocidios. Tamaña violencia purificadora ha traspasado periodos y fronteras, desde Finlandia a El Salvador, desde España a Ruanda. Lejos de convertirse en una pervivencia de épocas antiguas, las guerras civiles han salpicado el siglo XX. Cayó el fascismo, el comunismo, se acabaron los imperios, llegaron las revoluciones culturales, tecnológicas, el consumo de masas y, no obstante, ahí están, llamando a las puertas del tercer milenio, ensuciando las visiones más optimistas sobre el triunfo global del liberalismo y de la economía de mercado. Pero la historia enseña más cosas: las guerras civiles son conflictos de largo alcance, muy difíciles de acabar. Apenas una quinta parte de ese centenar de guerras vieron su final en medio de negociaciones y con una aparente conciliación. Lo más común es que terminaran con la completa victoria militar de un bando sobre el otro. Y así de cruda resulta la historia: cuando los beligerantes han firmado acuerdos de paz, por sí solos o con la ayuda de mediadores externos, las negociaciones han producido arreglos más inestables que los que han derivado de victorias absolutas de un único bando. Dicho de otra forma, si hay acuerdo, algo deseable, el tránsito por la paz es tortuoso y la violencia no cesa: Colombia (1948-58), El Salvador (1979-92), Nicaragua (1981-89) y Mozambique (1980-92) constituyen buenos ejemplos. Por el contrario, la victoria militar decisiva de un solo bando trae la "paz" acompañada de asesinatos, atrocidades e incesantes abusos de derechos humanos. Sin ánimo de repartir culpas, por esos derroteros se adentraron las revoluciones que emergieron de guerras civiles en China (1946-49) y Cuba (1958-59); y las contrarrevoluciones que salieron triunfantes en Finlandia (1918), Grecia (1944-49) y España (1936-1939). Autoritarismo bárbaro, por ejemplo, es lo que trajo la victoria del ejército de Franco, con miles de asesinatos, encarcelamientos masivos, y la sádica administración de un amargo castigo a los vencidos. En treinta años, como ya habían advertido los sublevados en Sevilla en julio de 1936, no se movió nadie. Más de cuarenta años hubo que esperar para disfrutar otra vez de elecciones libres. Eso sí que fue paz duradera.

La guerra que asuela actualmente a Yugoslavia no es de menor calado y cumple todas las condiciones para que resulte trágica: está causando tremendos sufrimientos; afecta a los Estados vecinos, minando la estabilidad regional; están involucrados los poderes y organizaciones internacionales más fuertes; y no parece que vaya a tener fácil solución. Además, como de nuevo ilustra la historia, allí llueve sobre mojado. Y la cosa se complica todavía más porque, como han probado abundantemente los años noventa, el nacionalismo de sus dirigentes y de una buena parte de los ciudadanos se basa en distinciones étnicas y no en la idea de que quien vive en un país tiene los mismos derechos y privilegios. Por si faltara algo, la credibilidad de los poderes mundiales y de las organizaciones a través de las que operan, que intervienen en unos sitios y no en otros, que unas veces bombardean, como en Irak o ahora en Yugoslavia, y otras permiten genocidios, como en Bosnia desde 1992 o en Ruanda en 1994, está bastante dañada. De la euforia de comienzos de esta década, tras el fin de la guerra fría, cuando el presidente norteamericano George Bush hablaba de crear "un nuevo orden", se ha pasado a 1a frustración y a la desilusión, por la incapacidad de la "comunidad internacional" para prevenir, parar o resolver numerosos conflictos que a finales del siglo XX arrojan su sangre sobre la Europa del euro y el mundo del dólar.

El problema es que tampoco sirven las visiones tranquilizadoras, esas que no condenan ni a unos ni a otros, o a todos por igual, que convierten en muletilla la famosa frase de que hay que dejar que ellos solos arreglen sus asuntos, porque lo que allí ocurre es el resultado de viejas y profundas rivalidades. También la historia aporta en ese terreno alguna enseñanza: se les llama guerras civiles, pero eso no significa que todas las partes del conflicto tengan objetivos políticos racionales que intentan lograr a través del uso de la fuerza militar. La guerra civil española es, en ese sentido, paradigmática: comenzó con una rebelión militar fracasada, que convirtió en rebeldes a los que estaban en un Gobierno salido de unas elecciones, los aniquiló y de sus cenizas emergió un Estado bendecido por la Iglesia y legitimado por las armas.

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No todas las guerras son iguales, en suma, ni todos los contendientes son igual de culpables y asesinos. Los factores estructurales, sociales, culturales, son muy importantes, pero en muchas ocasiones esos conflictos tan graves estallan por acciones internas de algunos dirigentes que instigan a la violencia, la intransigencia, el derramamiento de sangre y, pese a eso, se las arreglan para demostrar la justicia de su causa y para aparecer ante los ojos de muchos de sus ciudadanos como redentores. Hoy sabemos que Hitler, Stalin, Franco, y muchos más, lo fueron. Milosevic, todavía vivo, entrará algún día en ese mismo panteón. Y aunque siempre quedarán otros voluntarios para el exterminio, no está mal que algunos quieran impedir por la fuerza que el mismo Milosevic escriba el epílogo de esta historia.

Julián Casanova es historiador, coautor de Víctimas de la guerra civil.

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