Progresismo y pragmatismo
El autor se pregunta por qué el pensamiento conservador no ha sido sometido a crítica, como si contara con una presunción favorable.
Es algo plenamente constatable, en mi opinión, la imparable disolución de las ideologías de raíz histórica. Manifestaciones de lo dicho podrían ser que Estados Unidos haya conseguido superávit presupuestarios con un Gobierno del Partido Demócrata, que los pacifistas verdes hagan posible con su apoyo el que Alemania, por primera vez en este siglo, participe con los aliados en una guerra o que las privatizaciones sean uno de los ejes de actuación del régimen socialista francés. Habría que preguntarse si el programa electoral de Clinton era el que ha resultado ser; si los verdes germanos predican con tal de estar en el machito, pero no dan trigo; si, en fin, la cohabitación de un Gobierno con un sistema presidencialista como el francés tiene algún sentido. Cierto es que puede haber respuestas para todo. Ahí está la bonanza económica americana a pesar de la oposición mayoritaria en el Congreso. O la invocación de los verdes como un freno a la OTAN, sólo eficaz -dicen- estando ellos en el Gobierno. O que la privatización en Francia es un recurso obligado para ganar tiempo presupuestario en un país tan rico como burócrata. Es decir, parece como si una suerte de pragmatismo pudiese explicar los desafueros ideológicos. Así, sin ir más lejos, entenderíamos el que un Gobierno presuntamente liberal intervenga una serie de mercados y de precios en tanto no se acometen otras reformas de calado. Sensu contrario, al menos en apariencia, es curioso que por mor de su nacionalismo un partido de corte asimismo liberal fomente un sector público autonómico -empresarial y no empresarial- de dimensiones crecientes, o se plantee la autarquía económica en diversos campos. Se nos dirá que lo ideológico, o sea, el parámetro nacionalista, prevalece sobre las consideraciones técnicas. Sin embargo, cabría preguntarse si ese nacionalismo no es sino un elemento diferenciador dentro de una concreta ideología, en este caso la liberal, y, por tanto, si se está anteponiendo el carro al burro a los efectos que aquí se analizan. Tengo para mí que las ideologías van siendo sustituidas por etiquetas técnicas. Actualmente, las grandes tendencias políticas de nuestro país han logrado converger en los debates básicos referidos a la esfera personal y moral del individuo, por ejemplo, la tolerancia religiosa o el divorcio, o casi lo han logrado en materias que rozan o superan el ámbito penal, tales como el aborto, las drogas, la promiscuidad o las inclinaciones sexuales. Hoy las dos grandes tendencias se diferencian en cuestiones como el tamaño del Estado, la corrección del mercado o la gestión y cobertura sociales. No cabe duda de que el proyecto europeo ha introducido moderación, ya que, siendo algo a consolidar, sus programas requieren políticas fácilmente modulables en el tiempo. La realidad europea ha concitado unanimidades en el arco político en términos muy amplios con sólo ligeros matices en lo concerniente al grado de federalismo o a la defensa. Una muestra es la identidad de hecho entre la unión monetaria europea (UME) y la OTAN en el conflicto de Yugoslavia, aparte de la presencia en esta última del gran hermano. Porque de alguna forma se está asumiendo, de nuevo con pragmatismo, que el proyecto de la UME no se limita a un mercado único perfeccionado. Como tampoco se olvida que el gran hermano es el mismo del Fondo Monetario o de la Organización Mundial de Comercio. Europa ha sido, pues, una invitación al pragmatismo. Sin embargo, siguen subyaciendo graves problemas que reclaman soluciones en las que el progresismo y los nuevos valores -en el fondo, los valores de siempre- cobran una importancia capital. Problemas como el alto nivel de desempleo, la factura de unos costes sociales mal gestionados y financiados dando lugar a un Estado de malestar, o los mecanismos exacerbadores de las desigualdades con unos mínimos de subsistencia del todo indignos. Anotaríamos, a título de ejemplo, sugerencias como que el sistema fiscal, en su acepción redistribuidora -sea cual fuere el modelo-, permitiera la corrección de los mínimos exentos, las retenciones, las tablas y los tipos, tanto en situaciones de singular bonanza como de deterioro para evitar que se disparasen aún más las desigualdades. Otro ejemplo: ¿por qué no eliminar las coberturas sociales públicas, no las contribuciones, a partir de cierta renta o patrimonio y mejorar a cambio los mínimos y las prestaciones de todo orden a los desfavorecidos? Y así sucesivamente. Por otra parte, ser hoy progresista no es una opción, sino una necesidad. Como decía Lampedusa por boca del príncipe, todo debe cambiar para que todo siga igual. Lo que ocurre es que ya todo está cambiando. Hablábamos de la entrada en Europa que secuestra nuestra exclusiva voluntad, pero qué diremos de la tecnología, especialmente de la información. La disponibilidad de la información en tiempo real, las bases de datos, las redes de telecomunicación brindan enormes posibilidades y riesgos. No hablemos ya del cable y de la interactividad. Como el láser, la información cura o mata. Una cosa es segura: no podremos sustraernos a la misma ni extrapolar el pasado. Con la información se perderá privacidad, lo que llevará a la transparencia -eso de por el hilo se saca el ovillo-. Se ganará libertad porque podrá decidirse con mayores fundamentos. Pero al mismo tiempo se fomentará la introversión del individuo, su autosuficiencia, la mayoría silenciosa que analiza Baudrillard. Y con ella, los ciudadanos gozarán de una satisfacción intimista -que no trasciende- en unos momentos en que emergen de nuevo los grandes valores. Precisamente, la era de la información reclama una superior influencia mutua entre el sistema político -el establishment, incluido el mercantil- y el individuo. Hoy, nuestra sociedad presenta un nervio escaso que debiera fortalecerse con una mayor extroversión, con la creación de grupos que acortasen las distancias entre el poder y los ciudadanos, todo ello con la ayuda de la información. Algo así como unas elecciones primarias cada día. La tecnología habría de revitalizar al individuo, hacerle más sociable y solidario, porque nos movemos en la diversidad y en la contingencia, pero nunca como ahora se han dado las condiciones para acceder a la sociedad abierta de Popper. Los nuevos valores -transparencia, flexibilidad, participación, solidaridad- tendrían que ejercitarse no por obligada reacción, por prudencia o por pragmatismo, sino por convicción. Ser solidario o participativo es bueno, no ya éticamente o por naturaleza, sino porque añade a los demás, y al final, a uno mismo. De siempre ha habido inclinación a juzgar al progresismo como si tuviese que justificarse o explicar dónde está en cada momento y por qué. Si es o no coherente. En el extremo opuesto, al conservadurismo no se le ha juzgado, por entender que detentaba la propiedad de conceptos como el mercado o de verdades indiscutibles. Como si esta última tendencia partiese de una inocencia presunta y, en cambio, los progresistas hubieran de probarla, al punto de que han sido más revolucionarios en su ideario que en sus manifestaciones a través de los aparatos mediáticos que les eran más o menos afines. Hoy pienso que el progresismo es la única respuesta a un mundo cambiante y hedonista que se nos echa encima. Pero pienso también que reducirlo a un mero pragmatismo es ahondar más aún en la disolución de las ideas. El pragmatismo -cuando es oportunista, y lo es con demasiada frecuencia- es un bastardo de eso que llamamos eficacia. Y a fin de cuentas, tampoco la eficacia me parece remedio suficiente en una época de tantas exigencias sociales, por mucha tecnología que tengamos a nuestro alcance.
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