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El síntoma balcánico

José María Ridao

Ahora que parecen apuntar en el horizonte las primeras vías de solución es cuando mejor se percibe lo sucedido durante estas semanas de bombardeo aliado contra Yugoslavia: emprendimos esta guerra sin convicción y sin convicción nos disponemos a ponerle fin. Quizá por ello, ni las razones aducidas para iniciarla han sido siempre las mismas, ni los objetivos políticos se han formulado con precisión, ni la estrategia militar aplicada ha sido otra cosa que una diaria transacción entre los Gobiernos de la OTAN y sus opiniones públicas.En tiempos como los que corren, marcados por un obsesivo desprecio hacia la política, los análisis capaces de hacer fortuna, de convertirse en lugares comunes y, por consiguiente, en verdades dignas de perdurar son los que alcanzan a encontrar motivos verosímiles para establecer la responsabilidad de los dirigentes públicos ante cualquier drama internacional. Si deciden no intervenir, los nuevos profetas laicos y otros portavoces de la sociedad civil lo tienen claro: la abstención es culpable. Si, por el contrario, deciden intervenir, no por eso su responsabilidad resulta menor: cometen errores y actúan con improvisación.

Por desgracia, el drama de los Balcanes constituye un ejemplo fehaciente de que, en efecto, ha habido abstenciones culpables, además de equivocaciones y torpezas. El problema no reside, por tanto, en el hecho de que el desprecio de la política esté achacando a los dirigentes públicos una responsabilidad en la que algunos, quizá, no han incurrido. El verdadero problema que genera esta actitud es diferente, y consiste en que podría estar comprometiendo la comprensión de lo que sucede en la antigua Yugoslavia. A fuerza de descreer de la política, a fuerza de predicar su ampulosidad e irrelevancia, a fuerza de considerarla farsa y ganapán de mediocres sin oficio definido, se ha terminado por asumir la visión de los verdugos; esto es, la visión de los que sostienen que tanta tragedia y tanta sangre derramada tienen su origen -tienen que tenerlo- en un ancestral e inevitable conflicto entre etnias, no en un enfrentamiento político. Y más aún: por esta vía de desprestigio de la política, no sólo la Alianza y los responsables públicos, sino también muchos de quienes se muestran críticos con sus actuales acciones y omisiones en los Balcanes, parecen haber perdido de vista lo más elemental, y es que se ha intervenido en una guerra civil. Es decir, una guerra en la que las instituciones del Estado yugoslavo han sido secuestradas por unos ciudadanos con el solo propósito de perseguir a otros, disfrazando esta flagrante manifestación de autoritarismo con delirios históricos que pretenden establecer quiénes son autóctonos y quiénes extranjeros en un territorio que pertenece, rigurosamente, a todos sus habitantes.

Si había razones para dudar de la oportunidad de los ataques contra Serbia y, en general, de la bondad intrínseca de las injerencias humanitarias en conflictos como el de los Balcanes, el desarrollo de los acontecimientos durante las últimas semanas han proporcionado una adicional: la de que, al intervenir en favor de unos ciudadanos que los nacionalistas serbios quieren convertir en extranjeros, se ha dado pie a que se les trate como si, en efecto, lo fuesen. Esto es, se ha contribuido a confirmar la interpretación de la realidad que hace Milosevic -y, como él, todos los nacionalistas balcánicos-, cuyo único propósito es convencer a sus partidarios de las desgracias que siempre les habría acarreado la convivencia y, al tiempo, imbuirlos de su exclusivo e inalienable derecho sobre el solar de la antigua Yugoslavia.

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El ataque de la Alianza ha venido a confirmar esta lógica de la exclusión, y de ahí que cada uno de sus éxitos militares, lo mismo que cada uno de sus errores, se haya convertido desde el principio en bazas a favor de la política interior de Milosevic, del reforzamiento de su poder. Desde esta perspectiva, ¿cómo extrañarse de la parsimonia que ha mostrado a la hora de encontrar cualquier salida negociada? Rotos los puentes con los Gobiernos que le obligaban a aplicar con cautela y cierto disimulo sus políticas autoritarias, ¿cómo sorprenderse de que haya aprovechado el amplio margen que se le ha proporcionado para llevar a cabo en Kosovo lo que siempre se había propuesto hacer? ¿Y cómo admirarse de que lo haya hecho si, además, la propia Alianza le garantizaba que no enviaría tropas de tierra y que no intentaría derrocar su régimen?

Si había razones para dudar de la oportunidad de iniciar los ataques contra Serbia, más razones existen ahora para dudar de una solución como la que parece perfilarse en estos días, y que no consiste en otra cosa que en promover un imposible retorno a la casilla de salida. Imposible, en primer lugar, porque la muerte, el sufrimiento y la destrucción de estas semanas no se pueden borrar con el simple gesto de tender la mano a quien es el mayor responsable de cuanto ha sucedido. Imposible, además, porque una parte sustancial de los centenares de miles de deportados no volverá nunca a sus casas, sea porque ya no queda rastro de ellas, sea porque, puestos a recomenzar de cero, prefieran rehacer sus vidas lejos del terror, del odio y de los dramáticos recuerdos que les han marcado para siempre. Pero imposible, en fin, porque no se ha avanzado un ápice en lo que de verdad debería haber importado: la democratización del régimen serbio y el desplazamiento de Milosevic, el causante último de esta tragedia.

En el fondo, la falta de convicción con que emprendimos esta guerra puede resultar comprensible. Operaba sobre nosotros la repugnancia hacia el uso de la fuerza, la certeza de que el derecho internacional saldría malparado o incluso la convicción de que las bombas aliadas agravarían los problemas en lugar de resolverlos. En el punto en que hoy nos encontramos, la falta de convicción con que nos disponemos a ponerle fin es, quizá, mucho más grave, porque demuestra nuestra ignorancia acerca de uno de los principales problemas que amenazan el porvenir. No ya el de la antigua Yugoslavia, sino el de Europa en su conjunto.

Digan lo que digan los defensores de la identidad, la convivencia sólo se puede consolidar por el procedimiento que señaló Locke: construyendo el espacio público, político, con los elementos que son comunes a los individuos, y trasladando las diferencias al ámbito de lo privado. Por eso, en democracia, el sexo, la raza o la religión se han mantenido hasta ahora en la esfera de la intimidad personal, y sólo cuando se ha iniciado el desprestigio de la política, la convicción de que no sirve o, peor aún, de que no debe servir para promover la igualdad han reaparecido en el espacio público bajo diversas máscaras. Algunas pacíficas, como cuando, hastiadas de su postración, ciertas minorías se deslizan por la pendiente de solicitar medidas de discriminación positiva en su favor. Otras violentas, como cuando se exige la consideración de político para crímenes cometidos por ciudadanos cuyo único móvil es haber dado crédito, libre y voluntariamente, a ciertos relatos del pasado, a ciertas elucubraciones y fantasías, que los traviste en depositarios de un Talión ancestral. Quizá la dificultad mayor a la que nos hemos enfrentado en esta guerra, el problema esencial aún no resuelto y del que los Balcanes serían sólo un síntoma, resida precisamente ahí: en que, por alguna razón difícil de comprender, los europeos somos incapaces de reconocer el autoritarismo cuando se envuelve con los oropeles del relato histórico, y creemos así tratar con etnias cuando con quienes estamos tratando es, en realidad, con las víctimas de la intolerancia y con sus verdugos.

José María Ridao es diplomático.

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