¿Izquierda? PEP SUBIRÓS
No nos habíamos enterado y resulta ser que tenemos un Parlament preocupantemente escorado hacia la izquierda. ¿En qué se nota? En que así lo afirman el 82% de los diputados -incluidos, por tanto, la gran mayoría de los pertenecientes a Convergència y a Unió Democràtica- que se autodefinen, exactamente a partes iguales, como de izquierda (41%) o centro izquierda (41%), mientras que sólo un 11% (!) se sitúa en el centro, un 5% (!!) en el centro derecha y un 2% (!!!) en la derecha. El artículo de Jordi Calvet -"Les elits polítiques a Catalunya", publicado en la revista Autonomies- en el que aparecen tales datos y del que recientemente se hacía eco EL PAÍS (31 de mayo) constituye una curiosa ilustración de la deslumbrante irrealidad en que se mece buena parte de la política catalana. No hay por qué dudar de la sinceridad y buena fe de nuestros representantes parlamentarios al describir su ubicación en el espectro ideológico, aunque sería interesante saber en qué nociones se basan -sobre todo los miembros de CiU- para identificarse como de izquierda o centro izquierda. Lamentablemente, tal detalle no consta en el estudio de Calvet. (En este aspecto, el trabajo resulta también altamente significativo de un cierto tipo de "ciencia política" que, bajo el pretexto de la objetividad, da carta de legitimidad a la devaluación del lenguaje político y, con él, a la de la propia política) Es cierto que, como el propio autor advierte, "ningún Parlamento coincide fielmente en el sentido sociológico con la sociedad que representa", pero hay que reconocer que el desviacionismo ideológico de nuestros diputados con relación a la sociedad catalana -de afinidades políticas mucho más equilibradas, según todas las encuestas y todas las elecciones- es francamente exagerado, casi alarmante. Como igualmente exagerado y alarmante es el hecho de que mientras que para el conjunto de la sociedad catalana la adscripción a una doble identidad nacional -catalana y española- no ofrece mayor problema -como tampoco lo presenta la coexistencia y el uso indiscriminado de dos lenguas, catalán y castellano-, para la inmensa mayoría de los diputados sí lo supone. Mientras que la sociedad ha dejado claramente atrás el franquismo, nuestros parlamentarios -y con ellos buena parte de nuestra intelectualidad- parecen haber quedado anclados en una época en que las fuerzas democráticas catalanas optaron por definirse en términos básicamente nacionalistas, dejando para mejor ocasión la reflexión y el debate sobre los temas sociales, económicos y culturales que tradicionalmente han articulado la identidad de las diferentes opciones políticas. Todo ello ayuda a explicar, desde luego, que habitualmente el Parlament, en vez de ser una caja de resonancia y debate de los temas y problemas que afectan y preocupan a los ciudadanos del país, sea el escenario de alambicadas polémicas sobre identidades, hechos diferenciales, agravios comparativos, soberanías, derechos a la autodeterminación y otras sutilezas del arsenal ideológico nacionalista. Con lo cual, en vez de contribuir a resolver problemas que los ciudadanos tienen, más bien genera o magnifica problemas que para la sociedad no lo son. Relegadas a un segundo o tercer término las cuestiones de contenido social, económico y cultural, el tema de la identidad nacional sigue formando el núcleo de referencia y de definición ideológica de nuestros diputados. De hecho, el espectro de lo español constituye la reserva espiritual esencial de la política catalana. Es el lubrificante que engrasa la cohesión de la clase política. El elixir mágico que le permite a la derecha presentarse como centro izquierda. El fantasma que mantiene paralizado el oasis catalán. El problema, claro, no es sólo de incoherencia y desfachatez por parte de la derecha, sino tanto o más de miedo y desconcierto por parte de los partidos tradicionales de izquierda. Su sumisión a un paradigma ultranacionalista de la política justifica en buena parte la paradoja de que fuerzas como Convergència o Unió Democrática se definan alegremente como de centro izquierda al tiempo que, desde el Gobierno de la Generalitat, en manos de esos mismos partidos, se lleva a cabo una política inequívocamente de derechas, a menudo revestida de maneras y tintes claramente autoritarios. El problema de fondo no es, pues, la desideologización de la política, ni la devaluación y confusión del lenguaje y de los referentes doctrinales, sino el abrumador dominio del nacionalismo como ideología única. Ése es el auténtico "pensamiento único" dominante en Cataluña. Las dificultades con las que se va a encontrar Maragall para articular un proyecto político en sintonía con la mayoría de la población no residen sólo en una derecha que siembra la confusión autodefiniéndose como de centro izquierda, sino también en una izquierda atrapada en las redes de un nacionalismo que sólo favorece a la derecha, una izquierda que demasiado a menudo parece haber olvidado su razón de ser.
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