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Y John Wayne se fue a Kosovo

Desde Nueva York, la guerra de Kosovo es otra cosa. Si uno se olvida de sus ideas, sus valores y emociones, si uno renuncia al funesto vicio de pensar, vaya, si uno deja de ser uno para ser simplemente receptor de lo que nos dicen los grandes medios de comunicación y nos transmite el ambiente de la calle, quitará mucha trascendencia a la cosa.Es cierto que se ha actuado con una frivolidad inconcebible, como decía el excelente artículo de Castells citando al NYT, el cual, por cierto, se cuida muy bien de seguir por este camino y se distingue por quitar importancia y publicar con retraso de varios días la mayoría de "errores" de la OTAN. Falta de previsión, incompetencia en la gestión, vocación de meterse en un callejón sin salida... Qué más da. Si la invasión de Granada la decidió el descerebrado Reagan, como le llama Asimov, en unos segundos mientras jugaba al golf, y los bombardeos a Irak le sirvieron a Clinton para demostrar que de su boca salían otros mensajes además de los que recibía la señora Lewinsky, ¿por qué habían de molestarse ahora en pensar en la depuración étnica masiva, el reforzamiento de Milosevic, la absurda alternativa entre la destrucción total del país o el parar para volver a la situación anterior en peores condiciones? Tantas aberraciones de la claque otanusa han sido ya analizadas y denunciadas por cualificados intelectuales, como Chomsky, Said o el citado Castells, que encuentran muchas más facilidades para publicar sus textos en Europa que en los medios importantes del país en el que viven y en el que tienen prestigio intelectual.

Acá se juega a la guerra a lo bruto, dar leña al mono hasta que hable inglés. La unilateralidad de las decisiones otanusianas tampoco preocupaba demasiado, aunque cuando los chinos se han mostrado un poco molestos al recibir bombas y se ha debido recurrir a los rusos para invitar a tomar café a Milosevic, una vez comprobado que se había acostumbrado a las bombas, algunos habrán pensado que quizás no están solos en la pradera, que hay países armados, incluso nuclearmente, y si cunde el ejemplo de jugar a la guerra cada uno por su cuenta no se salvará ni el apuntador. De todas formas, la mentalidad oficial o político-militar norteamericana tiende a considerar que las consultas, incluso con los más próximos aliados, es una pérdida de tiempo. Tienen prisa, como aquel personaje de Balzac al que si se le mostraba un precipicio se lanzaba de cabeza a él.

Tercera manera de jugar a la guerra: prescindir de las Naciones Unidas, a las que se atribuye únicamente, si se empeñan, el ayudar a la Cruz Roja. Acá no se discute ni se tiene en cuenta que la injerencia internacional requiere legitimación, procedimientos rigurosos, evitar al máximo la imagen de que los grandes pegan a los chicos cuando quieren y como quieren. Los pistoleros otanusianos y sus jefes no parecen apercibirse de que su juego macabro está debilitando gravemente un progreso político y moral de la humanidad, la injerencia democrática internacional en defensa de los derechos de las personas y de los pueblos.

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Las barbaridades que por error o mala fe se cometen son acá consideradas siempre por el complejo político-económico-militar-mediático -como diría Eisenhower- como gages del oficio y en general parecen preocuparles mucho menos que a los europeos. Si se hace la guerra, se hace la guerra y no se puede distinguir siempre entre indios y conejos. Es un juego de cazadores ventajistas, que no arriesgan nada, ni las vidas ni el pagar por sus trágicas equivocaciones.

Los efectos perversos o no queridos de la guerra, por otra parte tan previsibles, como el éxodo masivo de los kosovares y el reforzamiento de Milosevic y el nacionalismo antioccidental serbio tampoco parece quitar el sueño a los dueños del juego. El problema de los kosovares acá es técnico, y ellos lo resuelven enviando al pequeño contingente que les llega a Guantánamo. Y hasta hace poco pensaban -quizás resulta exagerado atribuirles este ejercicio poco westerniano- que el nacionalismo serbio se liquidaba destruyendo Yugoslavia a bombazos. Ya se sabe que la sofisticación no es cosa de hombres.

Tampoco parece afectar mucho a la cultura oficial por qué aquí y no allá, por qué se abandona a los tibetanos o los kurdos. Como antes se abandonó a los surafricanos no blancos, por qué se arma a los paramilitares colombianos que cada año provocan más muertos y desplazados (200.000 anuales) que el no menos indefendible Milosevic, como antes se armó a los dictadores y escuadrones de la muerte de todo tipo en los países latinoamericanos... ¿Por qué ahora y en Kosovo y no antes o en otros lugares que se lo merecen tanto o más? Acá, para muchos interlocutores "oficiales" sonaría a pregunta retórica. Porque sí, porque de vez en cuando deben demostrar que son los que más rápido disparan y mantener así el temor de unos y otros. El fuerte no da razones, las tiene y basta.

La dificultad que ahora parece casi insuperable de encontrar una salida que no sea un escenario catastrófico, mucho peor de los posibles probablemente si se hubieran seguido otros caminos y procedimientos, tampoco parece suficiente para estimular un debate político de altura. A uno le parece que los responsables USA han asumido una división del trabajo que podría resumirse así: los europeos, los problemas; nosotros, las soluciones, aunque sean "sus soluciones" las que muchas veces creen o agraven los problemas. Con los indios hicieron lo mismo, y con los negros, casi. De solución en solución hasta la solución final.

Otro aspecto del juego: ¿quién gana dinero con él? Para la cultura oficial es una prueba de patriotismo. Aunque a veces haya que reanimar el negocio vendiendo armas a Irán o a los kosovares para poder así después armar a otros, o intervenir para poner orden con nuevas armas y desarmar a los que se armaron, para así volver a empezar.

¿Por qué juega a la guerra EE UU? Los jugadores no se Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior explican mucho, o hacen declaraciones de buenos principios sobre los derechos humanos y la democracia con la cara que sabe poner Clinton de no haber dicho nunca ninguna mentira. Pero como el chalaneo gitano: se miente pero no se engaña. Sea cual sea la causa que se proclame, se nombre como se nombre al "enemigo", comunismo en Cuba, narcotráfico en Colombia, dictador corrupto y moribundo en el Congo, la razón siempre es la misma: afirmar el dominio sobre el mundo, fijar las reglas del juego y el lugar de cada cual. Es algo hoy tan interiorizado por los grupos dominantes, el famoso complejo eisenhoweriano, que no se recatan en proclamarlo sin necesidad de justificarlo.

Por último, y ya llegamos a la décima manera, ¿cómo juegan los europeos? Alguno, como Blair, patético en su absurda mímesis churchilliana, como si la amenaza Milosevic fuera comparable a Hitler, y con las espaldas cubiertas -que no tenía Churchill- por los americanos, hacen el papel del chico del Este que cuando va al Oeste demuestra, si le provocan, que es el más valiente de todos. Le gustaría ser él el que matara a Liberty Valance, es decir, lo pareciera, porque todos sabemos que fue John Wayne. Los otros juegan mal porque no juegan fuerte. Los unos hacen de palanganeros y comparsas, le cantan la Macarena a Clinton-Wayne, ¿en quién estaré yo pensando? Los otros, los líderes socialdemócratas que quieren y no quieren lo que mandan hacer los otanusianos, como no son carne ni pescado, la ballena los menosprecia. La cultura norteamericana, incluida la política, respeta las posiciones que se defienden con fuerza, con claridad y con riesgo. Este mérito debemos reconocérselo. De Gaulle lo entendió así; la izquierda, o lo que queda de ella, gobernante europea, no. Si los europeos cuando sean mayores quieren ser algo más que títeres tienen que demostrar a los norteamericanos que tienen política propia, apoyada en su cultura y sus valores democráticos y universalistas. Y que tienen fuerza propia y valor para usarla. Si son capaces de enfrentarse con los norteamericanos se entenderán mucho mejor con ellos. Y en el mundo se cometerán menos absurdas brutalidades.

Jordi Borja es geógrafo-urbanista.

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