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Anclajes

JAVIER UGARTE El País Vasco vive desde el pasado verano en un estado extremo de exaltación y ficción política que sólo resulta soportable y explicable al hilo de las expectativas creadas en torno a un final definitivo de la violencia de ETA. Es ésta una tonta situación en la que podemos ver a dos Aitorman de ETA concediendo entrevistas con aire chiapaneco, boina y tamboril, o al señor Arzalluz, cual gobernador de Barataria, rompiendo relaciones con Mayor Oreja; imaginar a Iturgaiz en un cruce de "cominos" repitiendo su sonsonete y escuchar al modelo de Elgoibar proclamando la independencia para "el año que viene". Podemos tener un pacto de legislatura en el que unos dicen ser lobos y otros corderos (¿o era al revés?). Lamentable. Pero transigimos con todo en aras de ese objetivo deseable del final de la violencia. No es que uno valore poco el esfuerzo de unos y otros (más el de unos que el de otros) por normalizar el país. Al contrario. Incluso, hoy por hoy, creo que es inevitable cierta tramoya en el escenario político. Pero habrán de convenir que comenzamos a resultar pintorescos en contraste con nuestro entorno. Uno percibe que, harta de artificio y filigrana, la ciudadanía comienza a estar ávida de realidad, de cosas tangibles y concretas; deseosa de jugar por una vez el papel en el que realmente se ve, que nada tiene que ver con juegos de soberanía. Para muestra, un botón. No diré que ésa fuera la clave del amplio respaldo que recibió la huelga del pasado 21 (más bien improvisada y mal justificada), pero algo hubo. Una reivindicación sentida y concreta, la lucha contra el paro, y un baño de realidad se combinaron para subirse con fuerza a la cabeza de las gentes como sube el vino viejo. Tuvo algo de fiesta ese día. El militante de CC OO, con su peto, en los piquetes; chavales cerrando tiendas como en un rito de iniciación; éstas que cerraban para luego abrir; el propietario de una mueblería discutiendo en la esquina mientras sus trabajadores se iban. Mirones viendo correr a los beltzas tras los huelguistas. Todo era auténtico, todo real, y por ello, reconfortante. Así pues, a pesar de que la tramoya política deba recorrer su camino, es necesario y urgente ir anclándola en la realidad de las cosas. En ese orden, resulta especialmente azaroso el recientemente firmado pacto de legislatura entre el Gobierno y EH, pacto sobre el que gravita y gravitará toda la vida política vasca y en el que, inevitablemente, se entrelazan tres niveles de debate (y no fuera de él). Primero, el debate sobre la definitiva erradicación de la violencia; segundo, aspectos constituyentes puestos a discusión de modo ventajista, y tercero, la gestión diaria de la política del Gobierno. Esos argumentos, que marcarán decisivamente nuestro futuro, están aún en el peligroso terreno de lo ficticio (véase el texto base). Deben, pues, ir anclándose en la realidad si aspiramos a salir con bien de ésta. Quizá sólo una oposición verdadera, muy distinta a la actual, y tal vez un lehendakari -que ha mostrado un alto grado de sensatez y sentido de la integración- reforzado frente a su partido, sean capaces de amarrar a la realidad y a la necesidad social esos retos ya planteados. Para hacerlo, deberá saberse que nuestro problema no es que desaparezcan los muertos, sino que desaparezca la cultura violenta: Herri Batasuna tiene mucho que recorrer respecto a lo dicho en las bases de acuerdo; no puede crearse un vacío institucional con un discurso de menoscabo del Estatuto ni promover ciertos sentimientos sectarios -"esos acaban de llegar", referido a los inmigrantes- fomentados por la composición unicultural de la coalición de gobierno, y deberá discutirse en sede parlamentaria y ante la opinión pública la política educativa, de sanidad, empleo o transporte de este Gobierno, y no apelar a argumentos de gestión ("ha sido premiada internacionalmente", decía Idoia Zenarruzabeitia) para justificar las políticas concretas. Estaría bien, pues, ir anclando en la realidad la extravagante política que hoy nos vemos forzados a transitar.

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