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Tribuna:DEBATEChina, a diez años de Tiannanmen
Tribuna
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El final de una época

El hecho de que el decenio 1989-1999 empiece y termine con manifestaciones de estudiantes en Pekín no debería inducir a error: no es lo mismo hacer una huelga de hambre contra el Gobierno que apedrear la Embajada de Estados Unidos en apoyo del mismo. La orquestada reconciliación de los estudiantes chinos con el Estado no podía ser más oportuna, aun cuando traduzca sentimientos genuinos, pero ahora el clima es otro. La actitud positiva de esperanza en el futuro del país ha dejado paso a un gran escepticismo, de la misma manera que la imagen de EE UU se identifica ahora menos con los ondulados pliegues de la estatua de la Libertad que con las prosaicas curvas del dólar.La matanza de Tiananmen dio al traste con las perspectivas a corto plazo del surgimiento de una sociedad civil en China, pulverizando la posibilidad de que la sociedad llegara a crear formas organizativas propias al margen de la iniciativa estatal. Desde luego, la década de los noventa ha visto el crecimiento y la diversificación de corporaciones y asociaciones varias, pero también ha consolidado su control por parte del Estado, que las considera fundamentalmente como correas de transmisión entre éste y los sectores sociales específicos que aquéllas representan: China parece moverse más hacia el corporativismo que hacia la sociedad civil.

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Un legado imperceptible

Si Tiananmen arruinó el escaso prestigio moral con el que el Estado chino había salido del siniestro aquelarre de la Revolución Cultural, la década de los noventa no consiguió generar un marco ideológico convincente para las reformas económicas. Agitar con una mano la caja vacía del pensamiento de Mao Zedong y con la otra el eslogan Enriquecerse es glorioso ha conducido sobre todo a un cinismo generalizado y a una explotación desvergonzada de las conexiones para obtener beneficios materiales. Los nuevos ricos son ahora los cuadros y los ex cuadros, y, sobre todo, sus hijos e hijas, que constituyen lo que los chinos llaman el partido de los hijos del cielo. Enormemente enriquecidos por las relaciones que les proporciona su estatus familiar, no todos son menospreciables en cuanto a formación y capacidades se refiere, y de hecho podrían llegar a crear un grupo relativamente estable, unido por intereses comunes y con un entramado cada vez más tupido y diversificado que combina bien el glorioso enriquecimiento con las mieles del poder político.

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Mucho me temo que la percepción de Tiananmen resulte muy distinta en China y en Occidente y que al conjunto de los chinos les preocupe más el orden social que la participación política. No hay que olvidar que una gran proporción de los chinos, y la mayoría de su población urbana, ha visto aumentar de forma sensible su bienestar material durante esta década. Lo cierto es que, a pesar de las incertidumbres en los derechos de propiedad, de la falta de leyes comerciales apropiadas y de las barreras que entorpecen el comercio interior, el sistema chino de economía de semimercado rinde enormes beneficios y ha ocasionado un pluralismo económico real tanto en el campo como en la ciudad. Por otra parte, la integración de Hong Kong a China (o, a decir de algunos, la de China a Hong Kong) y las crecientes relaciones económicas con Taiwan y Singapur han contribuido a articular la entidad económica china, mientras que las inversiones sustanciales de las familias chinas de ultramar en aquellas provincias que les vieron salir como coolies miserables hace más de un siglo imprimen al sur y a toda la costa un ritmo de crecimiento sin precedentes. Y, sin embargo, no creo que pueda calificarse el crecimiento de esta década como armónico o simplemente acumulativo. Y ello por tres razones.

En primer lugar, las piezas del puzzle territorial y administrativo chino tienden más al anquilosamiento que a la permeabilidad: las paredes que separan a las distintas unidades tienden a emular la Gran Muralla, y aunque muchas instituciones cuenten con gente capaz, sus potenciales rara vez se suman.

En segundo lugar, la corrupción de los cuadros entorpece todo el proceso de liberalización de forma sutil: si para establecer un negocio privado son necesarios permisos y es la emisión de éstos la que produce las mordidas, es obvio que el interés de los cuadros corre tanto en la dirección de la liberalización económica como en el de la multiplicación de los permisos. La compleja telaraña que ello genera no contribuye en modo alguno a lubricar el sistema.

En tercer lugar, las tensiones resultantes del Estado que legó Mao siguen en gran parte sin resolverse. La crisis de la relación maoísta entre campo y ciudad con la que aquella revolución supuestamente campesina aseguró el trasvase sistemático de los excedentes rurales a las grandes urbes ha generado una emigración incontrolada e incontrolable por la que 100 millones de chinos, sin cobertura social de ningún tipo, vagan por el territorio en busca de algún trabajo esporádico; la descentralización creciente dota a los gobiernos locales de un poder en aumento que podría entroncar fácilmente con los nacionalismos caleidoscópicos que se multiplican en su vasta geografia; el desastre ecológico pone en entredicho para un futuro próximo el bienestar creado por las reformas económicas, y un sistema legal en mantillas deja el país en manos de una burocracia inmensa y de estructura laberíntica, en cuyos recovecos florecen con facilidad unos cuadros a menudo egocéntricos, cortos de miras y carentes de principios.

La China de 1999 es sustancialmente distinta de la de 1989: Tiananmen no fue tanto el principio de una espezanza como el final de una época.

Dolors Folch es profesora de Historia de China en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona.

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