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Ética sin alternativa

Adela Cortina

El debate sobre la asignatura de religión en la enseñanza no universitaria ha venido poniendo sobre el tapete de forma recurrente la conveniencia de impartir una asignatura alternativa, evaluable o no, en cualquier caso no computable a efectos de becas y selectividad. El disparo de salida para este debate, hoy de plena actualidad, se dio ya en los primeros años de la transición democrática, cuando España dejaba de ser un país confesional y se planteaba la pregunta de rigor sobre la enseñanza de la religión en centros públicos de enseñanza primaria y media. Ya entonces, un buen número de voces se alzó proponiendo la ética como alternativa a la religión y, en efecto, como tal hizo su entrada la ética en los planes de estudio. Que se hacía en otros países más civilizados que el nuestro, decían, con esa contumaz renuencia a reconocer que el mal de muchos es, simplemente, epidemia.Así es, desgraciadamente, en demasiadas ocasiones el juego de la política, más preocupado por el tira y afloja, por las presiones, las negociaciones y las componendas, por copiar lo que otros hacen que por el bien de la cosa pública; presto a desnaturalizar la realidad con tal de poner fin a un conflicto. Sólo que a veces, demasiadas, la presunta solución, por inadecuada, es la fuente de conflictos nuevos que, llegado un momento, parecen no tener final. Éste sería el caso, sin duda ninguna, si para resolver el problema de la enseñanza de la religión se propusiera de nuevo como alternativa la ética.

Y no sólo porque asociaciones civiles y políticas de distinto signo mostrarían de inmediato su disconformidad, que evidentemente lo harían, sino por la cosa misma: porque la ética no es una alternativa a la religión ni a ninguna otra materia, ni en la docencia, ni mucho menos en el sentido que tiene para la vida cotidiana de las sociedades pluralistas, y desvirtuar este sentido ya desde la educación es un crimen de lesa humanidad. Justamente compartir unos valores éticos permite a los ciudadanos de una sociedad democrática, en muy buena medida, construir su vida juntos, a pesar de sus diferencias en las opciones y proyectos vitales, o precisamente desde ellos.

Bien se mostró ya en la transición a la democracia, que empezó en realidad mucho antes de 1977. Y no sólo cuando líderes de distintos partidos políticos y asociaciones civiles entablaron diálogos para enfrentar serenamente el cambio de régimen, sino sobre todo cuando los ciudadanos fueron cambiando su mentalidad, su forma de apreciar unos valores u otros en esa bolsa de los valores éticos, que sufre cambios como la de los valores financieros; cuando, más allá de posiciones fundamentalistas y dogmáticas, un creciente número de españoles fue prefiriendo la sociedad abierta a la sociedad cerrada.

Suele entenderse, y así lo recogen numerosas publicaciones y documentales, que la transición española fue eminentemente política, como si un cambio en las formas de gobierno fuera sólo cosa de negociaciones entre agentes políticos, como si no viniera también facultado por una variación en las formas de vida, en la manera en que la población percibe los valores. No está, pues, de más recordar a fines del siglo XX que la transición española hacia la democracia no fue sólo política, sino muy especialmente una transición axiológica, que un cambio en la forma de apreciar los valores por parte de los ciudadanos sentó las bases para una transformación sin traumas.

Ocurrió entonces que, en la cotización de los valores, unos subieron y otros bajaron, y ésa fue una mejor garantía para el fracaso de cualquier golpe de Estado que misiles o divisiones acorazadas. La seguridad, aprendemos de nuevo tristemente en Kosovo, no es tanto cosa de fortaleza bélica como de cohesión ética. Un pueblo convencido de que cada ser humano es un fin en sí mismo, que no puede ser tratado como un simple medio, sitúa en un lugar muy secundario el aprecio a la etnia, a la diferencia cultural o ideológica, a las heridas históricas, no digamos la estupidez del Rh o la medida de los cráneos. Pero, de igual modo, pueblos convencidos de que el hombre -mujer/ varón- es sagrado para el hombre están incondicionadamente dispuestos a prestar ayuda a deportados y refugiados y sólo deliberan ya sobre los mejores medios.

En este orden de cosas es en el que una antigua tradición filosófica de Occidente, hoy totalmente vigorosa, ha venido distinguiendo en cada ser humano dos dimensiones, la de la persona en su conjunto y esa dimensión de ciudadanía que es común a cuantos conviven en la misma comunidad política, asignando a cada una de ellas una meta diferente. La meta última de una persona no es sino la felicidad, a la que aspira, con éxito o sin él, a través de distintos proyectos personales y grupales; la meta del ciudadano, la que persiguen conjuntamente los miembros de una comunidad política, es la justicia, como hace ya al menos dos siglos defendió Kant frente a Hobbes. Por eso, una ética cívica, una ética compartida por los ciudadanos de una sociedad democrática, es una ética de la justicia, conformada por esos valores sin los cuales una sociedad mal puede ser democrática.

Y no puede serlo porque las sociedades democráticas precisan para constituirse y mantenerse no sólo convenciones y pactos estratégicos, sino sobre todo, convicciones profundas, arraigadas en la población. La convicción, hecha carne en la vida cotidiana, de que la libertad es muy superior a la esclavitud y al vasallaje; la igualdad, a la desigualdad engendradora de discriminaciones negativas; la solidaridad, al egoísmo; el respeto activo, a la intolerancia. La convicción asimismo de que el diálogo sereno y argumentado es el mejor medio para resolver las discrepancias, siempre que no se celebre sobre el trasfondo miserable del chantaje de los violentos.

Que una sociedad sea democrática no significa que ande ayuna de convicciones éticas, sino todo lo contrario, las precisa para crearse y potenciarse, siempre que se trate de convicciones racionales, dispuestas a sacar a la luz argumentos en cuanto sea necesario, no a imponerse de forma dogmática o autoritaria. Por eso, en Hasta un pueblo de demonios (Taurus, 1998) sugerí, tomando prestada la expresión a Kant, que "hasta un pueblo de demonios", de seres sin sensibilidad moral, querría una ética cívica para vivir en paz, con tal de que fueran inteligentes. Tanto más un pueblo de personas, dotadas de sensibilidad moral, que verían la necesidad de transmitir esos valores a sus hijos a través de la educación.

Evidentemente, impartir asignaturas de ética en la enseñanza primaria y secundaria no garantiza que los futuros ciudadanos vayan a preferir la libertad al servilismo, la igualdad a la explotación, el respeto al exterminio. Pero exactamente lo mismo sucede con los idiomas, la lengua o las matemáticas, que impartirlas no garantiza éxito alguno para el futuro y, sin embargo, siguen las sociedades convencidas de que merece la pena hacerlo. Y es que, a fin de cuentas, cuando una sociedad diseña el currículum escolar, no está haciendo sólo una apuesta de futuro, sino un autorretrato: incluye en el cuadro lo que más aprecia, aquel bagaje sin el que la vida le parece difícilmente humana. En el boceto de una sociedad democrática no pueden estar ausentes los valores que la hacen posible: los querría hasta un pueblo de demonios con tal de que fueran avisados, tanto más un pueblo de personas con sentido de la justicia.

Sea cual fuere, pues, la solución para el problema de la asignatura de religión, importa recordar que la ética no es un mero comodín utilizable para resolver conflictos, sino una necesidad ineludible en cualquier sociedad democrática: ineludible y sin alternativas.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.

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