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La Europa de las subvenciones

Daniel Innerarity

Cuando llegan las elecciones parece imponerse el principio tácito de que no es un momento apropiado para hablar de lo que está en juego. La construcción europea, la función de los ayuntamientos o la forma del Estado son temas que apenas se hacen oír tras el ruido de otros asuntos con mejor venta. Me temo que los próximos comicios no van a ser una excepción a esta regla y que terminemos sin saber exactamente qué piensan los candidatos acerca de las instituciones para las que reclaman nuestra adhesión.Si algún tema resulta ahora especialmente inoportuno es el de Europa, sobre todo cuando se aborda desde una óptica distinta a la ponderación de los beneficios que nos reporta. Estamos acostumbrados a ver en ella algo que da o quita. El imaginario patriótico y subvencionado tiende a considerar Europa como una promesa, una cuota o una amenaza. La clase política no parece especialmente interesada en la idea de formar una opinión, y prefiere alimentarse de la que ya existe acerca de Europa y que es, por lo general, una mezcla de ilusión y resentimiento. El prestigio de los "emisarios europeos" vive de su capacidad de hacerse valer como duros negociadores ante la propia hinchada. Como es lógico, el "representante" así acreditado tampoco tiene, por su parte, demasiado interés en modificar esta complicidad, de la que resulta una Europa de los repartidores, mensajeros y apoderados.

Los enviados al teatro de operaciones hablan de defender lo propio en Europa como si lo que somos estuviera ya definido, cuando más bien ocurre que somos modificados en el concierto europeo. Después de los tratados europeos, ya no somos lo que éramos. Aunque la retórica vaya a remolque de las realidades, hace tiempo que se han difuminado las fronteras que delimitaban los propios intereses. Pero ¿hay alguien con el suficiente valor para explicar que Europa no es una fuente de ingresos fáciles o una reunión de comisarios extraños, sino algo que hemos de configurar porque ya no es ni siquiera un asunto de política exterior? ¿Quién se atreve a vender que, además de las cuotas y el reparto de bienes escasos, Europa representa una oportunidad, una ampliación de lo propio hasta el punto de que no tiene sentido considerar como algo ajeno el destino de los pescadores irlandeses o la industria alemana? ¿Tan difícil de explicar es el hecho de que con algunas subvenciones nuestras se agravan algunos males ajenos que acaban convirtiéndose finalmente en males también nuestros?

Es éste uno de los pocos temas en los que a la política le está permitido parecerse a la pedagogía. Hasta ahora hemos avanzado poco en el trabajo de labrar algo verdaderamente común, pero se trata de un proceso inexorable, porque los mercados comienzan siendo lugares en que trafican los extraños y terminan configurando unos entrelazamientos a los que tarde o temprano habrá que dar forma política.

Con Europa deberíamos conseguir un compromiso análogo al que en otra época dio origen al Estado social. El desgarro de las sociedades que suponía el conflicto de clases llevaba a que empresarios y trabajadores no consideraran como intereses propios los intereses del otro grupo social. La lógica del capitalismo conducía hacia una ruptura de la sociedad. La sutura no fue posible mientras no se cayó en la cuenta de que hay intereses comunes que nos constituyen de una manera más radical que nuestra posición en el sistema productivo. Sólo entonces pudo configurarse la idea de un pacto social que está en el trasfondo del Estado del bienestar.

He aquí una confluencia del problema de Europa y la nueva cuestión social, aunque de un modo distinto de como lo imagina la izquierda subvencionista y la derecha de cuota nacional. La Europa subvencionada vive en la misma inmadurez que el viejo conflicto de clases. Ha contribuido a convertir la solidaridad en algo abstracto e invisible, funciona como una máquina de indemnizar y transforma a los ciudadanos en clientes.

Es necesaria una formulación más exigente de la deuda social, para lo cual no parece haber otra posibilidad que reforzar el sentido de pertenencia comunitaria, como viene planteándose en el actual debate acerca de la ciudadanía. La sociedad debe ser entendida como un espacio acordado de redistribución configurado sobre el reconocimiento de una deuda mutua. La política tiene precisamente como tarea contribuir a mantener en forma el vínculo social, haciéndolo visible y práctico. Cuando el sentimiento nacional deriva de una simple oposición a terceros, no permite fundar obligaciones recíprocas. La comunidad tiende entonces a considerarse como un bloque homogéneo y no como un espacio de redistribución que debe ser mantenido en vida. Es entendida como algo dado y no como algo que hay que construir.

La crisis del Estado del bienestar responde a una crisis de solidaridad, como lo manifiesta, por ejemplo, el creciente corporativismo, la economía sumergida, la resistencia a las cotizaciones sociales o la generalización de un recurso a la queja que no tiene en cuenta las consecuencias públicas de las propias reivindicaciones. Esto no quiere decir que los europeos nos hayamos vuelto más egoístas; el análisis social de este fenómeno indica que son los procedimientos de expresión de solidaridad los que se han vuelto más abstractos y mecánicos, incapaces de tramitar realmente un interés común. La Europa de las subvenciones ha procedido de hecho a enmascarar las relaciones sociales y a generar una irresponsabilidad difusa y ciega frente a las consecuencias sociales de los propios actos.

Tanto en el interior de los Estados como en el ámbito europeo, la redistribución financiera acaba por ser considerada como algo totalmente desconectado de las relaciones sociales sobre las que debe sustentarse. Pocos asalariados conocen el importe real de las cotizaciones sociales ligadas a su sueldo (la noción de salario bruto carece de sentido), y el IVA, que representa más de la mitad de los ingresos tributarios, es un impuesto "indoloro" del que los consumidores apenas aprecian el esfuerzo que les supone; sólo el impuesto sobre la renta da lugar a una exacción claramente perceptible por los interesados. Los individuos no disponen de ningún medio para conocer las relaciones entre las contribuciones individuales y su utilización colectiva. Las instituciones políticas actúan como intermediarios que oscurecen las relaciones sociales, recubriendo la solidaridad real con mecanismos anónimos e impersonales, de tal modo que ésta deja de percibirse. El resultado es una irresponsabilidad generalizada. Acabamos pensando que los salarios, los precios, los beneficios, las cuotas, los impuestos y las cotizaciones no tienen nada que ver con las relaciones sociales.

En este contexto, la política tiene mucho que decir, pues, aunque deba respetar los equilibrios económicos, no es mera gestión de la economía. La política y los poderes públicos deben desarrollar en Europa un papel positivo de identificación. Las políticas públicas también tienen la función de afirmar valores y dar cuerpo a las aspiraciones comunes, de ser vectores de movilización social, de mantener una imagen de la vida buena común. La política se niega a sí misma si renuncia a indicar un objetivo a la sociedad.

Daniel Innerarity es profesor de Filosofía y miembro de la Asamblea Nacional del PNV.

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