Poder valenciano
"Poder valenciano": he aquí una expresión que vamos a oír un día sí y el otro también en la campaña electoral que se avecina. Es seguro que los políticos de uno y otro signo se van a empeñar en convencernos de lo mucho que pintan en Madrid -en distintos ámbitos de las administraciones o en las ejecutivas de sus partidos-, así como de los efectos beneficiosos que para la Comunidad Valenciana se seguirán de su presunta influencia. También conocemos la contrarréplica de sus oponentes políticos: que si no es para tanto, que si para este viaje sobraban tantas alforjas, y así sucesivamente. Los ciudadanos, que son más listos de lo que se les acostumbra conceder, no suelen dejarse impresionar ni por los unos ni por los otros: saben que siempre hay menos beneficios de los que alardean los que se jactan de poder influir y más de los que les conceden sus críticos. De lo que sí están convencidos, empero, es de que para la Comunidad Valenciana es bueno que haya paisanos poderosos en todas las esferas políticas, económicas y sociales de Madrid o, ahora, de Bruselas. La fórmula es muy antigua: en Roma las distintas provincias del Imperio delegaban sus asuntos en personajes influyentes dentro del círculo del emperador, de manera que cuestiones tan variadas como la de que un gobernador corrupto, que estaba esquilmando la provincia, fuera destituido o la de que se construyese un acueducto en la capital provincial, solían ser gestionadas por dichas personas. Los modernos lobbys hispanos, judíos, armenios, etc, en el Congreso de los EE UU responden a la misma intención y utilizan los mismos procedimientos. No seré yo quien cuestione la conveniencia del llamado "poder valenciano". Pero como uno no puede dejar de ser lo que es, permítanme una corrección filológica que arroja bastante luz sobre este tema. Aunque se suele hablar de "poder valenciano", en realidad lo que se quiere decir es "poder de los valencianos", de forma que lo que cuestiono es la expresión en sí. No es lo mismo "poder español" que "poder de los españoles": es probable que, con Solana al frente de la OTAN y con Gil Robles en el Parlamento europeo, algunos españoles tengan cierta capacidad de influencia en estos organismos; pero a nadie se le ocurriría decir que España pinta algo en la OTAN o en la Comunidad Europea. Desgraciadamente. El adjetivo sugiere mucho más que el sustantivo, indica una cualidad independiente: en realidad algo puede ser español sin pertenecer a los españoles, por ejemplo, los gustos de los españoles son, eso, voliciones que estos tienen en un momento dado, pero el gusto español es algo mucho más etéreo, es un concepto cultural que un japonés puede adoptar en Tokio para decorar su casa de comidas o con el que un modista francés puede vestir a una modelo sudanesa. "Poder valenciano" o "poder de los valencianos" no es una disyuntiva excluyente. Sería injusto dejar de reconocer que, desde los tiempos de Franco hasta hoy, el poder de los valencianos de distinto signo político ha crecido (basta echar un vistazo a la televisión y a las hemerotecas). Cualesquiera que sean nuestras ideas políticas, haríamos mal en no alegrarnos de ello. Pero lo que no tengo nada claro es que exista un "poder valenciano". Según el dicho popular, "querer es poder" y, en efecto este poder que imprime carácter sólo puede resultar del deseo colectivo de toda una comunidad. ¿Existe una forma valenciana de entender la política española, la economía española, la cultura española? Lo dudo. En época moderna lo que ha habido históricamente hasta ahora son dos formas de entender la convivencia peninsular, la castellana y la catalana. Desde que ambas alcanzaron un pacto entre sus respectivas burguesías durante el siglo XIX, la historia de España ha visto predominar a una o a otra. Fuera han quedado todos los demás: por mucho que griten su autismo, la verdad es que no existe el poder gallego, el poder andaluz o el poder vasco. Tampoco el poder valenciano. Sin embargo, ya hubo una vez poder valenciano. A fines del siglo XV, cuando el modelo confederal de la Corona de Aragón, en la que el testigo había ido pasando de unos territorios a otros, llega a Valencia, se alza un modelo de convivencia intercultural y de tolerancia mutua, basado en una concepción íntimamente latina de la vida, que llegó a ser el fermento del primer Estado moderno, el español. Este Estado fracasó porque muy pronto se impusieron otros rumbos y los valencianos dejaron de querer y, consiguientemente, de poder. ¿Quieren hoy? Por lo que advierto en las calles, en la actividad frenética de la gente, en las manifestaciones culturales de todo signo, parece que el cuerpo se lo está pidiendo otra vez. No se trata de abrir una vez más el melón de los signos de identidad, de la vieja y aburrida polémica de las banderas o de la lengua. Puedo estar equivocado, pero creo que la ciudadanía quiere cerrar de una vez estas heridas, no porque le escuezan, sino fundamentalmente porque son una rémora para llevar a cabo cualquier proyecto de valencianización de la vida española. La tercera ciudad española y la segunda comunidad autónoma por pujanza económica y vitalidad no pueden seguir corriendo cómodamente agazapadas en el pelotón de tantas y tantas regiones que sólo se miran a sí mismas. Habrá que crear foros de discusión sobre cómo es lo que queremos para saber qué es lo que podremos. Habrá que primar los acuerdos sobre los desacuerdos. Habrá que dejarse de lemas machacones y adoptar soluciones flexibles. Demasiado para una campaña electoral, me temo. Dejémoslo para después del 13-J. Pero ni un día más tarde. Porque la legislatura que viene no es de trámite y los trenes pasan una sola vez.angel.lopez@uv.es
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.
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