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Guillermo Brown

Guillermo Brown, el terrible Guillermo, acaba de cumplir 80años y las primeras ediciones de sus libros amarillean en los estantes de la Feria de Ocasión de Recoletos convocando toda clase de nostalgias. Libros de tapa dura, impresos en papel áspero que parece de estraza, con abigarradas ilustraciones que glosan las domésticas y suburbanas hazañas de Los Proscritos, esa inefable pandilla infantil a la que tanto nos hubiera gustado pertenecer a Fernando Savater y a mí. Para ingresar en tan desharrapada cofradía hubiera pagado gustoso un peaje de canicas, caramelos chupados, una pelota pinchada y un arco roto y sin flechas, tales eran las monedas de cambio de curso legal entre Guillermo, Pelirrojo, Enrique y Douglas, a los que se sumaba, por su estentórea capacidad pulmonar, la repelente Violeta Isabel Bott, a la que le bastaba una mínima demostración de sus facultades histriónicas e histéricas para imponer su voluntad. Ni el más avezado proscrito era capaz de soportar uno de los berrinches berreantes de aquella furia que, además, ceceaba y, una vez admitida momentáneamente en el grupo, osaba poner en duda las decisiones del mismísimo líder.El personaje de Guillermo Brown fue creado por Richmal Crompton, una sufragista británica impregnada de una veta anarquista y de escasa corrección política. Una escritora prisionera de su creación que nunca consiguió que la tomaran en serio desde que sus editores posaron la vista sobre los primeros relatos de su héroe infantil. Para haber cumplido 80 años, Guillermo se conserva estupendamente, aunque las nuevas generaciones de lectores sigan hoy por otros derroteros. Guillermo no conoció la televisión ni tuvo la oportunidad de contar con el fastuoso arsenal lúdico de los niños de hoy. Pero, aunque jugara con arcos y flechas, perros sin raza y pelotas pinchadas, Guillermo Brown poseía, y posee en su amarillenta inmortalidad, una capacidad asombrosa para recrear mundos virtuales, explorarlos y conquistarlos, sin aparato tecnológico alguno, sin pilas y sin red.

La capacidad de liderazgo de Guillermo no residía en la dudosa fuerza de sus puños, ni en su irregular valentía, ni en sus espurias dotes de mando. Guillermo era el jefe por su fecunda imaginación y su facilidad para embarcar a sus entusiastas partidarios en las excursiones de su fantasía, que transformaba un inmundo albañal en impetuoso Amazonas, una vaca lechera en feroz tigre de Bengala y a un granjero enfurecido en una horda de invasores normandos.

Para celebrar su cumpleaños, en el Reino Unido, una asamblea de almas cándidas, constreñidas en cerebros de desecho, han propuesto una operación de limpieza étnica, una intervención del escalpelo de lo políticamente correcto en el relato de sus aventuras. La señora Crompton debe aferrar en estos momentos su paraguas con fuerza deseando salir de su tumba y emprenderla a mamporros con estos guardias de la porra, de la moral y las buenas costumbres que no murieron con su tiempo y que afrontan los umbrales del nuevo milenio con su gazmoñería recalificada de corrección política.

El éxito de Guillermo Brown entre sus lectores se basaba precisamente en su profunda incorrección. Guillermo Brown no era sexista, ni machista, ni racista; Guillermo Brown sólo desconfiaba y veía como enemigos potenciales a los seres adultos en general, y en especial a los que habían empezado a ser o a creerse adultos hacía poco tiempo, como su insoportable hermana Ethel o su insufrible hermano Roberto, que le correspondían con la misma y nada ejemplar moneda.

En sus raros momentos de reflexión, el hiperactivo Guillermo razonaba con rotundos argumentos sobre la irracionalidad, la hipocresía y la perversidad de las personas mayores, de sus contradicciones y sus miserias, que nada tenían que ver con el concepto heroico y generoso que él tenía de su propia vida.

Un odioso profesor de matemáticas me sorprendió un lejano día de mi infancia con los ojos en las páginas de Guillermo a modo de tabla de logaritmos y me confiscó el libro, el mismo libro, podría ser incluso el mismo ejemplar, que encontré el otro día en Recoletos, donde no se veían ni textos de álgebra ni narraciones edificantes.

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