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Reválida de presidentes VALENTÍ PUIG

Estaba decidido a presentarse de nuevo como candidato aunque llevaba presidiendo la Generalitat de Cataluña desde 1980. Sentado en su despacho de trabajo, en la semipenumbra, aprovechaba el silencio de un domingo por la tarde, después de haber almorzado en casa con su familia. En las encuestas, su contrincante en las elecciones le llevaba muchos puntos de ventaja como aporte de ilusión. Le parecía vagamente cruel porque en el pasado era habitual decir que su gran patrimonio consistía en dar confianza. Los comentaristas más pomposos hablaban de fin de régimen. Él había practicado una honda reflexión y se sentía sinceramente con fuerzas para gobernar durante otro mandato. Llevaba años convencido de que el desgaste del poder es un eufemismo que los enemigos políticos usan para camuflar su propia incapacidad para ganar elecciones de forma sucesiva. Sín ánimo de enfrentamiento, había manifestaciones anti-OTAN y eslóganes pro-Kosovo en la plaza de Sant Jaume. Al otro lado, el viejo alcalde había sido capaz de urdir todas las estrategias posibles para destronarle de la presidencia, con una tenacidad que era tan espesa como su nacionalismo. Para el president, en cambio, la política consistía en buscar el término medio, el juste milieu, con un punto de tibieza que ocasionalmente recordaba el baño maría. Faltaban unas semanas para las elecciones municipales y europeas en Cataluña. Luego vendrían las autonómicas. Estaba dispuesto a casi todo. Esperaba los ataques personales más insólitos y a pesar de tantos años en el poder no había conseguido blindarse contra la injuria, sobre todo si afectaba a su familia. El president Reventós pulsó un timbre y pidió que dispusieran el coche para acercarse a inaugurar por segunda vez un hogar del anciano en tierras de la Garrotxa. Embocada la autopista, se durmió profundamente, con las notas para un discurso sobre las rodillas y la sensación de merecerse el sueño de los justos. La candidatura de Duran Lleida le inquietaba, aunque su fuerza dependía en gran parte de los resultados municipales y del apoyo real que pudiera conseguir del alcalde Pujol, presumiblemente reelegido a pesar de que la candidatura de Pasqual Maragall buscase por enésima vez la alcaldía de Barcelona. Al frente de una coalición profusamente heterogénea por primera vez alguien se presentaba con verdaderas ganas de ocupar el despacho del president Reventós. En otros aspectos, Duran Lleida era una incógnita porque carecía de toda experiencia de poder. Al president Reventós no le entusiasmaba el fragor electoral y a veces fantaseaba con la idea de ocupar la presidencia del Parlamento autonómico catalán. En el pasado, Tarradellas le había dicho: "Usted no quiere ser presidente". Paradójicamente, nunca había deseado tanto serlo como en el momento de apostar por un nuevo mandato cuando incluso entre los socialistas catalanes se le exigía que nombrase un sucesor, que señalase a su delfín. Él sabía que esta sucesión anunciada no es algo propio de los sistemas democráticos maduros. El sucesor se nombra en la circunstancia sucesoria y no antes. Por lo demás, lo hubiera tenido muy difícil. Más allá de los Maragalls y los Serras hubiera querido ver una nueva generación de jóvenes líderes, dispuestos a seguir practicando su socialdemocracia patriarcal, émulos de una forma de hacer política sin muchos enfrentamientos, con cierta melifluidad y la perenne desconfianza de Felipe González, quien hubiese pactado con el propio diablo para poder retirarle como embajador de España en París, por ejemplo. Había gobernado en Cataluña con la oposición cerrada de sus adversarios y había dirigido el socialismo catalán con la animadversión frontal del felipismo. Incluso así, se atrevía a continuar, mientras Pujol tramaba nuevas alianzas y Felipe González iba de allá para acá sopesando nuevas ideas para la socialdemocracia, como quien palpa la madurez de un melón. Con Raimon Obiols como síndic de Greuges, todo había sido menos crispado. Tantos enemigos políticos habían quedado tirados en la cuneta que el president Reventós a veces se sentía miembro de un club de raros supervivientes, entre la tarjeta sénior y la excentricidad de la tozudez recompensada. Sin pretensiones de originalidad, a veces escuchaba el latido de su sangre para saber qué cosa es el impulso vivificador del poder. Al salir de Palau, había visto tras los cristales del balcón central del Ayuntamiento el perfil del alcalde Pujol, que le estaba observando de forma muy remota, al modo de quien contempla casualmente a la cigüeña haciendo su nido en el campanario del pueblo. Nunca se habían podido poner de acuerdo en nada como no fuesen imperativos de la propia acción política, confluencia de intereses de partidos, nada auténtico ni profundo. Tal vez compartían una cierta idea del patriotismo catalán o quizá tan sólo habían coincidido en considerar exótica la prolongada peripecia política de mosén Xirinacs.

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