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Desfachatez

J. M. CABALLERO BONALD Mis reiterados propósitos de no viajar en avión se vieron incumplidos el otro día. Tenía que ir a Canarias, a Las Palmas, y como no era cuestión de hacer la travesía por mar, aunque ya me habría gustado, terminé compartiendo la ya copiosa experiencia general en torno a la conducta de los pilotos de Iberia. Si hablo de eso es porque me incomoda silenciar una peripecia que, que sin llegar a desastrosa, tampoco dejó de ser indignante. También pude corroborar así lo que nadie ignora: que el aeropuerto de Barajas es lo más parecido que hay a un desbarajuste de rango superior. Todo lo cual, unido a las naturales alarmas que siempre me han asediado a la hora de emprender un vuelo, completa un cuadro de adversidades bastante llamativo. El relato de los hechos es muy simple: algo después de la hora de salida, fuimos conducidos en un autobús hasta el avión. El autobús se detuvo ante la rampa delantera del aparato, pero las puertas permanecían cerradas. Al cabo de un rato, una voz opaca avisó de que estaban esperando la autorización para que pudiésemos apearnos. El calor crecía con la reclusión forzosa y el natural hacinamiento. Pasó otro buen rato y empezaron a menudear las protestas. A través del cristal de una ventanilla distinguí a dos pilotos emplazados en la puerta del avión. Uno de ellos descendió muy despacio por la rampa con el ademán del que se crece en el castigo, habló un momento con alguien y volvió a subir. A poco, el autobús se puso nuevamente en marcha y fuimos devueltos al punto de partida en la terminal. Ya ahí se me empezó a debilitar de forma ostensible la capacidad de aguante. Me dirigí a un empleado y le trasmití de muchos airados modos lo que pensaba sobre el gremio vertical de pilotos. El empleado -tan inocente como yo, claro- se limitó a mirar a ninguna parte. Media hora después, otro empleado hizo correr la voz de que el avión estaba siendo revisado a causa de una presunta avería. Una noticia que era seguramente falsa, pero que vino a suministrarme una nueva zozobra a las muchas que ya había ido almacenando. Viajar en un aparato sabiendo que ha estado descompuesto es un asunto terrorífico. Pero, finalmente, cuando ya estaba a punto de renunciar a aquel malhadado viaje, nos hicieron subir otra vez al autobús y nos permitieron embarcar en el avión. Más que el considerable atraso de la salida, lo que me pareció inadmisible fue el calculado y ofensivo comportamiento de los pilotos de Iberia. Su prepotencia corporativa quizá tenga algo que ver, aparte de con los lastres sociológicos del oficio, con el hecho de que la mayoría de ellos proceda del Ejército del Aire. Son gentes adictas a las consignas castrenses y acabaron metiendo en un mismo saco los bienes de la patria y los suyos propios. No sé qué se cuece ahora realmente en las trastiendas de la casa sindical de esos pilotos, pero seguro que abarca en términos más que abusivos la codicia, el nepotismo y la insolidaridad. En cualquier caso, me exaspera que abunden todavía quienes consienten sin más tan metódica desfachatez. No hay virtud más destacable que la resignación.

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