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Reportaje:

Un castillo romántico

Todavía no se conocía lo que era la Unesco, ni existían reservas de la biosfera, pero ya en 1856 el entorno de la ría de Gernika había cautivado a nada más y nada menos que una emperatriz, María Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III, de ascendencia vizcaína. El motivo: haber dado a luz a un príncipe que llevaba sangre de Vizcaya en sus venas el 16 de marzo de ese año, razón que había llevado a las Juntas Generales de este territorio a regalarle la mítica torre de Arteaga, en la localidad vizcaína de Gautegiz-Arteaga. Y a aquella dama bella, de ojos dulces y melancólicos, según recogen las crónicas, le faltó tiempo para enviar a un prestigioso equipo de colaboradores hasta lo que quedaba del torreón para levantar en su solar un castillo romántico en toda regla. Es de suponer que regalos como el de esta derruida torre serían frecuentes en una corte como la de los emperadores de Francia, y más en aquel momento con un príncipe recién nacido, pero algo tenía la de Arteaga: las explicaciones de los enviados vizcaínos a Biarritz, Calle y Lequerica, en aquel verano de 1856, satisficieron sobremanera a los emperadores. Ya antes de intercambiar palabra alguna, la emperatriz les recibió con el príncipe en brazos y les agradeció el regalo de forma sincera, al decirles "que recibía del mayor agrado el recuerdo del Congreso vizcaíno, y que viviría siempre muy agradecida a la delicada y honrosa declaración que había hecho en favor de su querido hijo". Banquete de agradecimiento Como recoge el historiador Juan E. Delmas en el librito El castillo de Arteaga y la emperatriz de los franceses, escrito con estos hechos cercanos en el tiempo, a finales de ese siglo XIX, después de esta introducción, los enviados vizcaínos fueron invitados a un banquete de agradecimiento, tras el cual Napoleón III extendió un gran plano de la costa cantábrica y les invitó a mostrar la ubicación del castillo. "Dadas que les fueron éstas con los mayores detalles, alborozáronse sin rebozo, en particular la señora, cuando supo que por mar se podía llegar hasta muy cerca de las puertas de la fortaleza antigua. Pidió enseguida el emperador el acta de declaración de bizcainía de su hijo, preguntó por la significación de Gauteguiz de Arteaga, por las leyes y gobierno de Bizcaya...". Que el interés mostrado por los emperadores no era mera retórica lo comprobaron Calle y Lequerica y el resto de los junteros en diciembre de ese 1856 cuando se presentó en Bilbao Couvrechef, joven arquitecto de los sitios imperiales, enviado para comprobar las características del castillo y sus tierras. Entre las explicaciones que les habían dado los vizcaínos y los informes del enviado, los emperadores, cautivados como tantos otros hoy día por las bellezas de Urdaibai y el resto de la comarca guerniquesa, se decidieron a reformar aquella vieja torre para convertirla en castillo habitable. En abril de 1857, regresaba el arquitecto acompañado por Newman, el jardinero de la casa imperial, y un fotógrafo, del que se desconoce su nombre, quienes en pocos días elaboraron el proyecto que pondría en marcha el propio Couvrechef, dirigiendo la obra en persona. Pero el romanticismo que impregnaba el proyecto arquitectónico transcendió a los que se movían en su alrededor y, así, el primero en sucumbir a la manera romántica es Couvrechef de unas fiebres perniciosas que le dejaron sin vida cuando ya llevaba bien adelantadas las obras. Le sustituyó otro joven arquitecto, Ancelet, quien concluyó el castillo en 1860, al mismo tiempo que Newman terminaba el diseño de los jardines, prados y parques que le rodeaban. Los vecinos de Gautegiz-Arteaga pudieron contemplar cómo se había respetado, siempre que se pudo, la vieja estructura de sus muros, así como algunas de las troneras. En el resto de la construcción, para la que se utilizaron sillares de mármol gris y rojo, el diseño tomó un marcado estilo neogótico, con los correspondientes arcos y ventanas ojivales. Tampoco falta, por supuesto, un soberbio escudo de armas, sobre la puerta principal que da acceso al primero de los cinco pisos, además del sótano donde estaba la cocina, que conforman un castillo profusamente decorado en su interior. Así, los que se acercaban por la llanura de Ozollomendi, en dirección al palacio, después de subir unas escalinatas para acceder a su planta noble, se encontraban con un amplio vestíbulo, flanqueado por dos salones forrados hasta la mitad de madera de nogal y roble labrada, en cada uno de los cuales había una chimenea de estilo neogótico hecha en mármol gris con encimeras de roble tallado. Parecido cuidado ornamental había en el segundo piso destinado a dormitorio de los emperadores, que contaba con un pequeño oratorio, con hermosas vidrieras de colores que representaban a Santo Domingo de Guzmán y a San Francisco de Sales. Los pisos tercero y cuarto estaban destinados a la servidumbre. Y el castillo terminaba en una azotea desde la que se divisaba el espléndido paisaje de la ría de Gernika. Pero los emperadores no llegaron a habitar el palacio. Como si realmente fueran protagonistas de su esa leyenda romántica que había anunciado la muerte de Couvrechef, al de pocos años de concluir las obras, se proclamó la república en Francia y Napoleón III tiene que abdicar en 1870. Por si no fuera poco, nueve años después, el hijo Eugenio Luis Juan José Bonaparte, que había sido motivo del regalo y que había heredado el amor por la guerra de los napoleones, cae mortalmente herido en una batalla en la guerra que mantenía el rey Cetiwayo de Zululandia con Gran Bretaña, en cuyo ejército se había alistado aquel que contaba con la ciudadanía vizcaína. A pesar de tantas desgracias, Eugenia de Montijo mantuvo su pasión por el castillo de Arteaga. Aunque subastó buena parte de sus bienes en Vizcaya, siempre mantuvo la posesión de aquella finca que le habían regalado a su hijo. En los primeros años de este siglo, en esos tristes exilios que sólo tienen las emperatrices, trató de volver a Gautegiz-Arteaga, para lo que encargó las reformas necesarias para una vida moderna, en la que escaseaban los imperios y era necesaria la luz eléctrica. Pero la maldición romántica sobre el castillo se cumplió con la muerte de Eugenia de Montijo en 1920 sin haber podido habitar su castillo vizcaíno.

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