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¿Actores sociales o inútiles figurantes de segunda? JOSEP M. NADAL

Con un inicial goteo que ya empieza a parecerse al inevitable rugido de un grifo sin restricciones, la opinión pública se está empapando de la -vamos a llamarla así- nueva doctrina universitaria, impulsada por entidades como la Fundación Bosch i Gimpera, el Círculo de Economía y el Consejo Social de la UB. En estas mismas páginas, hace unos días, el doctor Josep M. Vallès, ex rector de la Universidad Autónoma de Barcelona, se convirtió en estandarte significado de "las estrategias para el cambio" que se definen en el documento Les funcions i el govern de les universitats públiques, debatido el pasado 6 de mayo en la X Jornada Universitat-Empresa. Ha llegado el momento de empezar a decir en voz alta y en tribunas públicas que no todos estamos por la labor que pretenden las entidades antes mencionadas: que los rectores sean elegidos no por el claustro, sino por un nuevo consejo social, casi un cenáculo de sabios alejado de la "autocomplacencia mediocre" que ahora preside, en palabras de Vallès, la Universidad catalana. Ya es hora de proclamar que existen otras posibilidades y que las "resistencias y descalificaciones" que puede provocar el documento no nacen de la obsesión de mantener un determinado status quo, y que la consecuencia inmediata de los que no comulgamos con esos papeles no tiene que ser necesariamente "el dejar que las universidades públicas sigan con su deriva" hasta caer en brazos de una situación caótica que va a dar paso a "otras iniciativas" (privadas, naturalmente). En el artículo de Vallès, y en el documento, se exponen algunas situaciones de facto que están presentes en los análisis de buena parte de los responsables universitarios. Divergimos en algunas apreciaciones, como la previsión de que el declive demográfico "permitiría suprimir a medio plazo alguna de las universidades recién creadas". Recientes informaciones nos hablan de un cierta colchoneta aplicada a la caída libre del alumnado, pero es que, además, la previsible llegada de lo que para unos es casi un lobo feroz y para otros la panacea para un futuro más racional no tiene por qué implicar el deterioro de la estructura universitaria que hoy conocemos. ¿No podemos aportar soluciones imaginativas basadas en un nuevo concepto de la Universidad entendida como un centro de educación superior abierto a colectivos hasta hoy marginados del sistema y con una mayor implicación en la vida social y participativa? Vallès habla de una mayor colaboración entre las universidades y los "otros actores sociales", de la necesidad de compaginar una docencia de calidad con una investigación que esté a la altura de los retos del futuro, de la innegable obligación de tender puentes efectivos entre investigación y aplicación, de aumentar el potencial de la formación continuada. En eso estamos de acuerdo. Y también estamos de acuerdo en que la Universidad, en su conjunto, necesita un replanteamiento de su misión en la sociedad, lejos de las llamadas "salidas incrementalistas", más cercano a una utilización efectiva y coherente de los recursos de los que hoy mismo dispone, abierta a nuevas fórmulas de financiación, de gestión. Hasta aquí, casi nada que objetar. Pero Vallès, en su artículo y en el documento que suscribe, anuncia (e intento traducir sus eufemismos) que el claustro universitario tiene sus días contados y que el futuro rector no tendrá que rendir cuentas a su propia comunidad sino al cenáculo "social": como si de un títere se tratara, la Universidad bailará en la cuerda sin fin de unos intereses generales aún por definir. Si nos llenamos la boca de autonomía universitaria y de planes de calidad, si abogamos por una institución que de una vez por todas esté enraizada en la sociedad que la acoge y a la que debe rendir cuentas, ¿ustedes opinan que la mejor estrategia es entregar de antemano la capacidad de decisión al interlocutor en lugar de iniciar un diálogo de tú a tú, basado en el más estricto respeto a las reglas democráticas, que, con todos sus defectos, siguen siendo a finales de siglo "el modo menos insatisfactorio" de conducir organizaciones "tan complejas" y fragmentarias como las universidades? El debate sigue abierto. Si el modo de gobierno de las universidades está en crisis, ¿no seremos capaces de arbitrar medidas que no pasen por el haraquiri, sino por una profundización de la decisiva e irrenunciable responsabilidad colectiva de profesores, personal de administración y estudiantes? Si no lo somos, nuestro destino será el de gloriosos e inútiles figurantes de segunda en el gran teatro que se avecina.

Josep M. Nadal es rector de la Universidad de Girona.

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