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De Borrell a Pangloss JOAN B. CULLA I CLARÀ

A pesar del compromiso formal de Narcís Serra y del acuerdo del consejo nacional, ambos en el sentido de garantizar la exquisita neutralidad del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) ante el proceso de primarias que, en la primavera de 1998, debía designar el nuevo aspirante socialista a La Moncloa, lo cierto es que aquella elección interna tuvo en Cataluña, de principio a fin, un intenso color borrellista. No podía ser de otro modo cuando -eso lo supimos más tarde- la decisión última del ex ministro de Obras Públicas de concurrir a la liza fue compartida e impulsada por figuras tan relevantes del aparato socialista catalán como José Montilla, Miquel Iceta y José Zaragoza; luego, una vez formalizada, su candidatura obtuvo el apoyo entusiasta de la ejecutiva de la Joventut Socialista de Catalunya (JSC) y el soporte, tan discreto como eficaz, de casi toda la estructura orgánica del PSC, excepción hecha de un puñado de próceres y notables. Por el contrario, la movilización a favor de Joaquín Almunia fue escuálida, tibia, tardía y, en buena parte, más por guardar las formas que por convicción. Mientras el secretario general del PSOE reunía apenas, en la calle de Nicaragua o en Badalona, a 300 correligionarios corteses y fríos, José Borrell mitineaba en el frontón Condal bañado por 3.000 militantes enfervorizados. El voto de los socialistas catalanes, aquel 24 de abril de las primarias, se repartió en ese mismo orden de magnitudes: 83% para Borrell, 17% para Almunia. Serra dedicó un piadoso elogio a "la valentía y la honestidad política" del perdedor y, acto seguido, todo el PSC exultó. Miquel Iceta escribía en La Vanguardia (6 de mayo de 1998): "Tanto las elecciones primarias como la victoria de José Borrell suponen un claro estímulo a la candidatura de Pasqual Maragall a la presidencia de la Generalitat". El aludido asintió, e incluso aquellas figuras más reacias a los encantos políticos del noi de La Pobla se apresuraron a capitalizar prodomo sua el efecto Borrell y a considerarlo un poderoso refuerzo electoral para los socialistas catalanes. ¿Alguien insinuaba que quizá el "jacobinismo irredento" del candidato Borrell pudiera resultar contradictorio con el suave catalanismo del entonces precandidato Maragall? ¡Muy al contrario, iban a complementarse! Mientras el ex alcalde de Barcelona -se argumentó profusamente- atraía al Eixample y a las capas medias profesionales, el ex ministro movilizaría al cinturón obrero castellanohablante y proclive al abstencionismo. El primer secretario, Narcís Serra, se bastaba y sobraba para convertir esa dualidad de discursos en un tándem arrollador, en una sinergia imparable. Ha pasado un año y el efecto Borrell ha perecido, víctima básicamente de factores endógenos imputables al partido, al entorno y a la personalidad del frustrado aspirante. El PSC, sin embargo, ha resuelto no darse por aludido, desechar cualquier examen autocrítico de los últimos 12 meses e instalarse en la tesis panglossiana de que todo va bien en el mejor de los mundos. Sin pestañear, y usando casi literalmente las mismas palabras con que, un año atrás, glosaban la situación inversa, Serra ha sostenido que la dimisión de Borrell fortalece a los socialistas con vistas a las municipales y autonómicas; el antes citado Miquel Iceta argumenta (en El Periódico del pasado martes) que la renuncia del candidato "presta un enorme servicio al PSOE, ya que propicia un argumento decisivo frente a la derecha para los candidatos socialistas"; y Pasqual Maragall, tras sentenciar que si lo ocurrido tiene algún efecto sobre sus propias expectativas, éste será positivo, ha anunciado que cuenta con el leridano porque "es una estrella, tiene una inteligencia privilegiada" y le "puede ayudar mucho". El compañerismo es un sentimiento muy loable, pero su exceso puede resultar contraproducente y hasta grotesco, según el mismo Borrell se ha encargado de advertir a los correligionarios demasiado obsequiosos. Si la apoteosis borrelliana de la pasada primavera constituyó -qué duda cabe- una gran inyección de moral para los socialistas y empujó al alza sus posiciones demoscópicas, ¿cómo es posible sostener que el fiasco actual va a resultarles inocuo e incluso favorable? Si el cóctel Maragall-Borrell iba a ser imbatible, ¿por qué ya hay quien insinúa que, después de todo, el eclipse del ex ministro va a desarmar a quienes buscaban contradicciones entre uno y otro? Si, como sostienen algunos, las 55 semanas del liderazgo de Borrell han sido un cúmulo de aciertos, ¿por qué se ha creído obligado a dimitir? En resumen: ¿cómo puede ser verdad a la vez una cosa y su contraria? La regeneración de la política y el restablecimiento del respeto recíproco entre los políticos y la ciudadanía no pasan sólo por las conductas éticamente irreprochables en materia administrativa o fiscal. Pasan también por tratar a los electores como adultos inteligentes, no como si fueran párvulos idiotas. Y eso exige algo más que aplicar la filosofía pedestre y cazurra del "no hay mal que por bien no venga".

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