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Diez poetas y un "showman"

El cartel del XV Festival Internacional de Poesia de Barcelona, celebrado el pasado martes, era de categoría y no defraudó las expectativas. Pero, aun así, Lesego Rampokoleng, nacido en Johannesburgo, Suráfrica, en 1965, aportó dos elementos que le convirtieron en el personaje de la velada: exotismo y energía. El exotismo se daba por supuesto: era el único no blanco y viste como visten los cantantes negros de música rap. La energía, en cambio, fue todo un regalo: se removió en la silla, se retocó mil veces la gorra, se estiró las articulaciones... Y cuando le llegó el turno (le habían dejado para el final) se levantó, plantó con desparpajo un pie encima de la silla, se quejó de que cinco minutos no le daban para nada, soltó una primera letanía que sabía a lucha en Soweto, se volvió a quejar (ahora porque el Palau de la Música era un escenario poco apto para un chico como él), rapeó otros cinco minutos y terminó quejándose de nuevo, pero esta vez se la cargaron la CNN y las guerras televisadas. La actuación de Rampokoleng fue un bálsamo desde el punto de vista estético, pero no artístico. En la hora y media precedente se había seguido al pie de la letra el programa preparado por el director, Àlex Susanna: breves fragmentos de la Desintegració morfològica de la Chacona de Bach, de Xavier Montsalvatge, a cargo de la Banda Municipal de Barcelona, alternando con versos de los otros 10 poetas, ante un Palau al que le quedaron escasos asientos vacíos. Abrió el fuego Marta Pessarrodona en catalán, le siguió José M. Álvarez en castellano, y a la tercera ya llegaron aires de allende las fronteras (Casimiro de Brito, en portugués), lo que constituye el gran atractivo del festival y que el público, linternita en mano y silencio en vilo, suele agradecer con un plus de vigor en los aplausos. El australiano candidato al Nobel Les Murray (en inglés) y el tunecino Tahar Bekri (francés y árabe) cosecharon grandes salvas, merecidas por la intensidad de su literatura y lo magnético de su lectura. Los invitados disponían de entre 5 y 10 minutos, y todos fueron respetuosos con ello. Tras la dicción potente e impecable de Joaquín Marco, la danesa Inger Christensen consiguió con su voz llevar al Palau el aullido del viento que barre la húmeda vegetación de las costas de Jutlandia. Paolo Ruffilli lo tuvo todo a favor para ser el más simpático: una desenvoltura natural, unos textos diáfanos y sencillos y un público entregado por amor de lengua; pero no había contado con la rumana Ana Blandiana, que desmintió la sobriedad de su traje poscomunista con una voz de campanillas y unos poemas divertidos, algunos con chiste final. El público la premió con las risas pertinentes, gracias a la oportuna traducción del programa. Entre ambos había intervenido Joaquim Español, uno de los poetas catalanes emergentes.

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