LA CRÓNICA Cuando los pies eran dramáticos ENRIQUE VILA-MATAS
Durante mucho tiempo me acosté por escrito. La frase no es de Proust. Tampoco es mía, aunque ya me gustaría. La frase podría ser de un tal Parcel Mroust, y la encontré en Especies de espacios, un libro de Perec que acaba de editar Montesinos; la encontré la semana pasada, la mañana del día en que por la tarde debía volar a Lisboa. Las mañanas de los días en que sé que por la tarde dejo Barcelona, me dedico a ocupaciones pasajeras, poco estables. Esa mañana, sabiendo que todo era para mí provisional, estuve picoteando entre las novelas y las revistas que el día anterior había comprado. Poco antes de dar con la frase de Mroust en el libro de Perec, había estado leyendo en la revista Lateral una brillante crónica del mexicano Juan Villoro sobre la nostalgia de tener pies. "Tengo la impresión, en modo alguno avalada por la estadística, pero no por ello menos insistente, de que nuestros pies se han vuelto menos importantes", empezaba diciendo Villoro, para luego pasar a comentar que en su infancia todo el mundo se quejaba de juanetes y uñas enterradas, el servicio militar se interrumpía de un modo reverente ante alguien aquejado de pies planos y los niños usaban botines ortopédicos con la misma constancia que hoy se usan nikes o adidas. Dice Villoro que acaso se deba a su falta de frecuentación social, pero hace mucho que no oye a nadie quejarse de sus pies. Y pregunta: "Cambió tanto la fisonomía en un par de generaciones? ¿Los zapatos blandos acabaron con la necesidad de usar plantillas punitivas?" Pensando que, en efecto, nuestro tenso contacto con el suelo ha cambiado mucho y ya no es tan dramático como antaño, me acordé de pronto de que, debido a que hacía tres días que había estrenado zapatos, no tardaría mucho en jugarme la vida pisando el siempre resbaladizo suelo del aeropuerto. Tal inquietud se disolvió cuando hallé la frase de Parcel Mroust en el libro de Perec, pero reapareció muy pronto cuando leí, en otro apartado de ese libro, que hacía algunos años a uno de los amigos de Perec se le había ocurrido la idea de vivir un mes entero en un aeropuerto internacional sin salir de él (o por lo menos, ya que todos los aeropuertos internacionales son idénticos por definición, salir sólo para tomar un avión que le condujera a otro aeropuerto internacional). El amigo de Perec no llevó a cabo su proyecto, pero éste comentaba que no veía qué habría podido impedirle objetivamente realizarlo, ya que lo esencial de las actividades vitales puede llevarse a cabo sin demasiados problemas en el ámbito de un aeropuerto internacional. "Allí encontramos", decía Perec, "profundos sofás y asientos, salas de descanso donde los viajeros en tránsito pueden echar un sueñecito; allí encontramos aseos, baños-duchas, peluqueros, callistas...". ¡Callistas! Aquí interrumpí la lectura y adopté un aire de seriedad quizás hasta algo exagerado. ¡Callistas! ¿Cuánto tiempo hacía que no leía ni oía esa palabra? Me pareció ver de pronto que la crónica de Villoro tenía más pies y cabeza de lo que en un primer momento había pensado. ¡Pies, para qué os quiero!, me dije al advertir que un poco más y habría acabado corriendo el riesgo de llegar tarde al aeropuerto. A pesar de las prisas repentinas, aún me quedó tiempo para consultar las páginas amarillas del listín telefónico de Barcelona. Tal como había sospechado, callistas no hay ni uno en esa guía, ahora se llaman podólogos, conté hasta 114, algunos con anuncios un tanto tremendistas: "Dolor de pies-uña encarnada", "plantillas, silicona, patología ungueal". Por la tarde, ya en Lisboa, comencé a tener un tenso contacto con el suelo, atribuible a las irregulares baldosas de la ciudad y a ese subir y bajar constante al que obligan sus calles, también a la abundante presencia de rótulos que anuncian callistas (nada de podólogos, ¿será éste uno de los motivos que nos diferencian de Portugal y nos hacen ver a ese país como anticuado con respecto a nosotros?), pero atribuible sobre todo a mis zapatos nuevos, que acabaron conduciéndome a una farmacia para comprar tiritas. Por la noche, al entrar en el cuarto del hotel, recordé un verso de Pessoa: "Ritmo antiguo en pies descalzos". Y me dije que debería haberlo previsto por la mañana al salir de Barcelona, debería haber visto venir que ese día en Lisboa, con los pies doloridos, acabaría acostándome por escrito.
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