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Pan y circo

LUIS MANUEL RUIZ El candidato del Partido Andalucista a la alcaldía de Sevilla, Alejandro Rojas-Marcos, ha caído en la más tramposa de las vanidades: la vanidad de la historia. A San Antonio, dicen los hagiógrafos y Flaubert, el diablo intentó seducirlo con los fastos de la carne y la holganza, con el placer y la riqueza, sin que el venerable anacoreta abandonara su desierto; Rojas-Marcos se ha dejado arrastrar a la gloria del futuro, ha intentado labrarse un nombre para la posteridad equiparándose con todos esos cadáveres exquisitos que llenan nuestro panteón de sevillanos ilustres: el Teatro Virtual aparcado en la Plaza del Duque nos presenta a Alejandro el Grande conversando de igual a igual con los héroes del pasado. Hércules, Almutamid, Adriano y Alfonso X comparten con él el destino de los grandes hombres, llamados a convertirse en pasto de leyendas para las generaciones venideras. La memoria es el más preciado de los dones para los espíritus ambiciosos: qué mayor recompensa que ver el nombre de uno grabado en bronce, la imagen anodina que nos devuelven los espejos convertida en un bloque de mármol rodeado de parterres y bancos con parejas. El resto es efímero: los pequeños arreglos urbanísticos que pueden descongestionar una ciudad, la reordenación del espacio para hacer las vías más transitables, el desatasco burocrático que podría acercar la administración al ciudadano son minucias que no pueden recibir el nombre de gestas y que por tanto no interesan a una mente de perspectiva histórica. Erijamos una obra tal que nuestros descendientes nos tomen por locos, afirmó el arquitecto del Coliseo romano, presunción con la que seguramente coincidieron los alarifes del Taj Mahal o los geómetras que diseñaron las pirámides. Nuestras obras cantarán nuestra gloria, porque si la vida es breve, el arte es de largo recorrido y siempre resultará mucho más vistoso construir estadios dignos de un faraón que arreglar inconvenientes de relevancia mínima dentro de unos siglos, como el de la movida nocturna. La táctica publicitaria del PA en esta campaña mueve a la risa por causas obvias, y es probable que los estrategas del partido hayan contado con ese efecto hilarante para formar revuelo: aparte de la virilidad del conde Lequio, el Teatro Virtual ha sido conversación obligada en todas las tertulias sevillanas del fin de semana. Lo que acaso no resulta tan risible es el trasfondo ideológico del espectáculo: una noción de la política puramente colosal, un maquiavelismo que habrían refrendado Nerón y Gengis Khan, pero que difícilmente casa con un concepto de Estado como catalizador de las necesidades públicas por pequeñas que éstas sean, concepto que la democracia occidental se ha esforzado todo un siglo por implantar. Por supuesto que la procesión, el pasacalles y la ópera con Plácido Domingo dan mucha más solera, es más cristalino que construir un desaforado mausoleo deportivo con la excusa de quince días de atletismo y traer al equipo de fútbol nacional para que le haga el rodaje lucen mucho más en la prensa y los anales que solventar algunas docenas de problemas de oficina, que siempre es tarea de funcionarios y no de héroes. La ciudad con la que sueña el candidato andalucista la ha entrevisto probablemente en algún tebeo de Astérix: ciudad de frontones y columnas, brutal y radiante, la ciudad imperial del pan y el circo, con dos mil años de retraso.

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