Quema
El efecto Borrell ha terminado, ardiendo su protagonista en la pira de un auto de fe inquisitorial. Con tan sólo un año de rodaje, el partido socialista se ha permitido el lujo de dejar que se quemase su flamante candidato a la Presidencia del Gobierno, tras haberlo elegido en unas ruidosas primarias que debieran haber significado su regeneración democrática. Así se ha venido a dar la razón a cuantos sospecharon que semejante aventura tenía que terminar mal, ya fuera por la futilidad del invento, por los efectos colaterales que habrían de emerger o por el peligro que suponía para los dirigentes de la cúpula del aparato, que corrían el evidente riesgo de verse desautorizados por la democracia directa emanada desde la militancia de base. Pues bien, los tres temores se han cumplido al mismo tiempo, cargando de razón a quienes sostienen la inevitabilidad de la ley de hierro de la oligarquía de los partidos. Esto viene a confirmar a toro pasado la sospecha de que aquellas primarias no se convocaron de verdad (estimulando el pluralismo y la participación en busca de la renovación del liderazgo del partido, según rezaba la propaganda oficial), sino sólo como una forma de legitimar plesbiscitariamente la cúpula salida del último congreso. Lo que pasa es que, inesperadamente, el montaje les salió mal. Para sorpresa de la ejecutiva, los militantes se creyeron la propaganda del partido, se tomaron en serio lo de la renovación democrática, y apostaron por elegir al candidato que les parecía menos continuista o más capaz de sacar adelante al partido, superando la mala conciencia heredada del pasado y reconstruyendo un proyecto de futuro abierto.Y el más sorprendido fue el propio candidato electo, que nunca pareció creer en sus oportunidades de ganar. Si se presentó fue para aprovechar la oportunidad que le brindaba la campaña de realzar su papel político, hasta entonces periférico y alejado del poder del partido. Sin embargo, era tanta la necesidad de cambiar que experimentaba la militancia, que ganó contra todo pronóstico. Y el choque fue tan grande para Borrell que le impidió reaccionar con decisión. Para rentabilizar su éxito hubiera debido forzar su entrada en la cúpula de Ferraz luchando por dominarla. Para ello contaba con la legitimidad democrática que le daba el voto directo de los militantes y la posibilidad de aliarse con la facciones agraviadas, exigiendo, si fuera preciso, la convocatoria de un congreso extraordinario. Pues demostrar capacidad de liderazgo ante la sociedad exige conquistarlo antes dentro del partido. Pero Borrell no se atrevió a entrar en la lucha por el poder, y prefirió quedarse como un outsider fuera de Ferraz. Así cavó su propia tumba, revelando que no es un animal político.
Aznar lo comprendió en seguida, humillándole en el debate sobre el estado de la nación. Pero también lo adivinaron en Ferraz, disponiéndose a neutralizarle con displicente paternalismo. Pues desde hace un año, la cúpula socialista no ha hecho más que menospreciar a su candidato, tolerando su forzado protagonismo a la espera de poder cargar a su cuenta los previsibles fracasos electorales. Pero ahora, ante la pública evidencia de la corrupción de sus antiguos colaboradores, se ha precipitado la extemporánea espantada de Borrell, que ha preferido dimitir anticipadamente con toda su dignidad intacta para no tener que hacerlo después, como cabeza de turco del 13-J.
Se quema así el efecto Borrell, con gran desesperanza de las bases, pero sin que la cúpula del partido lo haya lamentado demasiado. Lo que la ejecutiva no parece advertir es que la quema de Borrell no es sino un episodio más de la quema interminable de Ferraz, incapaz de renacer de sus cenizas incandescentes. Pues el problema de la necesaria renovación del liderazgo socialista vuelve a plantearse exactamente en los mismos términos que tras la retirada de González, como prueba el que nadie se atreva hoy a postularse como candidato. Así que quien debiera dimitir además de Borrell es todo Ferraz en pleno, dando paso a una nueva generación intacta de líderes inéditos.
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