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Cuatro años, cuatro consejeros

"La Consejería de Educación y Cultura se ha convertido en un trampolín a Madrid", coincidían los sindicatos la noche, a finales de enero, en que el consejero Francisco Camps anunciaba su billete a la Secretaría de Estado de Administraciones Territoriales. Camps estaba a punto de cumplir dos años al frente de un departamento que ha estado marcada por una inestabilidad política sin precedentes con cuatro consejeros en cuatro años. Una historia de contratiempos que comenzó con el nombramiento de Fernando Villalonga, por imposición del entonces candidato del PP a la presidencia del Gobierno, José María Aznar. Aznar conoció a Villalonga en la Embajada de Buenos Aires y, de inmediato, apreció las cualidades de un valenciano que, sin embargo, no pertenecía al clan del recién estrenado presidente de la Generalitat. A la primera pregunta sobre su posición respecto al conflicto lingüístico, Villalonga respondió en perfecto catalán: "¿Es que no ha oído en qué hablo?". Esto le granjeó la ira de los sectores valencianos más rancios. Habían pasado nueve meses y se había logrado diseñar el mapa escolar, cuando Villalonga fue llamado a Madrid, donde ocupa la Secretaría de Estado para la Cooperación. La llegada de Marcela Miró, procedente de un vicerrectorado de la Politécnica y de talante independiente, calmó momentáneamente las aguas. El optimismo duró otros nueve meses. El inaplazable cambio en el gabinete de Gobierno, que desdobló la Consejería de Trabajo y Asuntos Sociales, la llevó al frente de Bienestar Social. La sustitución por Camps, que acababa de ser elegido diputado autonómico en las generales, dio a la consejería una cierta estabilidad temporal que se truncó en enero con la llegada, forzada ya por la precampaña, del cuarto consejero, Manuel Tarancón.

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