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Imaginemos

LUIS DANIEL IZPIZUA El mundo de hoy no deja de depararnos sorpresas extravagantes que, penosa o afortunadamente, suelen ser ciertas. Digamos, más bien, que tienen toda la apariencia de la certeza, de lo realmente ocurrido, pues solemos tener ocasión de verlas con nuestros ojos. Al "sucedió una vez" de antaño le podemos oponer hoy el "aquí está", y poco importa si después nos enteramos de que aquellos pájaros no fueron petroleados en Kuwait sino en otras latitudes, pues para cuando lo sabemos esa historia ha perdido ya su tiempo. El "sucedió una vez" podía ser un mito fundador de una sociedad y, por lo tanto, objeto de creencia; pero podía ser también un cuento chino, una historia a desmentir, una patraña contra la que regocijarse. El espíritu ilustrado redujo el mito a esta segunda dimensión, aunque se ocupó muy bien de ocultar sus propios mitos, y el "aquí está" puede ser uno de ellos. Ya ven, una foto del periódico es tal vez tan cuento chino como la aparición de Atenea a Ulises, pero no podríamos vivir sin creer en ella, como antaño no podían vivir sin creer en aquellas apariciones. Yo, por principio, foto que veo foto que me la creo; noticia que oigo, noticia que doy por cierta. No se trata sólo de que no podría vivir sospechando permanentemente de todo lo que me cuentan, o de todo lo que me muestran, sino que mi credulidad tiene otro fundamento más sólido, cual es la inaudita capacidad de nuestra época para hacer posible cualquier evento. El cuento chino ya no reside en la historia que nos cuentan sobre lo que supuestamente ocurrió, sino en lo que realmente ocurrió, es decir, en la realidad misma. Nuestra capacidad de sorpresa ha sido devastada de tal forma, que, debido precisamente a ello, nada nos impide seguir fabulando desde ese prodigio que la realidad nos ofrece. Puede ser hasta necesario para la salud; lo es, desde luego, para defender unos valores, un estilo de vida, pues aunque todos sean aceptables, unos no dejan de parecerle a uno mejores que otros. Tomemos, por ejemplo, lo que les sucedió a esos dos ancianos alemanes en un parque de fieras. Para mí, lo sorprendente no está en que los tigres se los comieran. No, lo novedoso para mí estaba en que esos tigres anduvieran sueltos por ahí en Alicante, y no en la India. Pensándolo bien, aquello podía haber sucedido en realidad en Heidelberg, puesto que el cártel como del far west de la foto de prensa estaba en alemán, y me aseguran que hay parques de esos hasta en Inglaterra. Bueno, me digo que en Alicante al fin y al cabo luce el sol, pero en Inglaterra sólo puedo imaginarme unos tigres melancólicos, chorreando nostalgia entre la lluvia y dispuestos a comerse a cualquiera para poder creerse que están en Bengala. A la selva global ya no le resultan un hándicap ni los hielos polares. ¿Y los ancianos alemanes? Todo parece indicar que se equivocaron, y que aparcaron el coche y se apearon de él creyendo que estaban ya en Heidelberg y no en el corazón mismo de la India. Pero, ¿y si no fue así y descendieron allí precisamente porque querían estar en la India? Todos hemos soñado alguna vez con los misterios de ese continente. Uno se aventura allí y le acechan cien mil peligros, le rodean cien mil bellezas. El sueño estriba en no ser ajeno a tanto peligro ni a tanta belleza, sino en fundirse con ese inmenso canto que siempre tuvo eco en nuestras entrañas. Como ven, el "aquí está" de la realidad se presta a la fábula tanto más fácilmente cuanto más sorprendente es, y no veo forma de que los hechos puedan acabar con nuestras fabulaciones. Leo también las declaraciones de Txaro Arteaga en este periódico y llego a la conclusión de que los mitos de la razón suelen generar fábulas secas. Uno quiere estar de acuerdo con ese paraíso futuro de igualdad, afecto y ocio, pero teme que sólo pueda ser un Brigadoom del hastío. El mito de partida está en pensar que el amor sea un proyecto compartido. Un mito de clase media acomodada que Romeo y Julieta no hubieran comprendido jamás. Los alemanes de mi historia tampoco.

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